“Sí, querido”, murmuró la mujer con la mirada baja. “Pero mi hijo necesita medicinas. Las cultivé en mi pequeño jardín. No le hago daño a nadie”.
Jake intercambió una mirada con su supervisor, el sargento Daniel Ruiz. Las reglas eran las reglas, pero también lo era la compasión.
“Mira”, dijo Ruiz en voz baja, “te pediremos que te vayas esta vez. Por favor, intenta encontrar otra solución. Puede que otros oficiales no tengan tanta paciencia”.
“Sí, gracias”, soltó, demasiado rápido, como si necesitara que se fueran.
Una extraña negativa
Intentando suavizar el momento, Jake sonrió. “Al menos déjanos comprar una bolsa de tomates”.
“No hace falta, querido”, dijo con la voz temblorosa. “Estoy… ocupada hoy”.
“¿Ocupado?” El compañero de Jake parpadeó. “No hay nadie aquí”.
“Vinieron por la mañana”, dijo la mujer con una sonrisa tenue y nerviosa. “Debiste haberlos pasado por alto”.
Jake cogió un tomate. “Entonces nos quedamos con este y pagamos”.
Ella se sobresaltó. “Por favor, déjenlos para los demás”.
Le temblaron los labios. Su mirada se desviaba rápidamente de ellos hacia la esquina más alejada, como si siguiera una sombra que no podían ver.
El peso de un tomate
Jake giró el tomate en su mano. Se veía perfecto, demasiado perfecto. Se sentía ligero, no el agradable peso de una fruta calentada por el sol. A lo largo del pedúnculo, una fina costura reflejaba la luz. Presionó suavemente y oyó un crujido suave como un susurro, como plástico contra plástico.
Su rostro cambió. “Sargento”.
Ruiz intervino. Jake apartó el pedúnculo. Debajo del pedúnculo verde había una película transparente y ajustada, una tapa pulcra sobre algo que no era pulpa de tomate. Palmeó la fruta y le mostró a Ruiz la costura con una mirada que lo decía todo: ya no se trataba de verduras.
“Deténganla”, dijo Ruiz, con la voz apagada por el procedimiento. “Ahora”.
“No soy una criminal”
Las esposas resonaron; los hombros de la mujer se encorvaron.
“Por favor”, jadeó, “no soy una criminal. No soy…”
“Señora”, dijo Jake, firme pero con tono amable, “tenemos que asegurarnos de que lo que hay dentro no le haga daño a nadie”.
De vuelta en la comisaría, la inspección fue cuidadosa y al pie de la letra. Un tomate, luego otro, se abrieron por esas costuras antinaturales. Dentro: sobres y bolsitas delgadas; no polvos ni pastillas, sino montones de tarjetas prepago, bandejas SIM, identificaciones falsas y pequeños dispositivos de clonación. No era un puesto de venta de productos agrícolas. Un punto de entrega de mensajería.
No era la caja de un vendedor ambulante. Era un juego de trileros.
La historia detrás del puesto
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