La siguiente parte

A Michael se le encogió el pecho. No era lástima. No era un impulso. Era algo más profundo: un instinto que lo atraía hacia ella. Sin decírselo a nadie, pidió unos días libres en el trabajo, subió a un autobús y se dirigió directo a Mississippi.

Cuando conoció a Emily, se quedó atónito. La joven en silla de ruedas, con las piernas delgadas bajo una manta, tenía una belleza intacta. Su rostro estaba desnudo, su sonrisa vacilante, pero su presencia irradiaba una calidez que le hacía querer quedarse.

Hablaron durante horas durante esos primeros días. Michael se enteró de que ella seguía estudiando idiomas en su teléfono, se ofreció como tutora voluntaria por Zoom y nunca dejó de esforzarse por aprender. A pesar de su cuerpo destrozado, su espíritu era inquebrantable.

De regreso a casa, Michael supo lo que quería: casarse con ella.
Cuando se lo contó a sus amigos y familiares, se horrorizaron.
“¿Estás loco? ¿Vas a gastarte cada dólar que ahorraste para casarte con una mujer paralizada? ¿Tienes idea de lo que te espera?”

Pero Michael solo sonrió. “Pobreza o felicidad, depende de la vida que elijas. Y ella merece amor como cualquier otra persona”.

Semanas después, regresó a Mississippi, esta vez con un anillo. Emily se quedó sin palabras cuando él se lo pidió. Al principio se negó, temiendo ser una carga para él, aterrorizada de que sus sentimientos fueran solo un capricho pasajero. Pero Michael no se rindió. La llamaba todos los días, compartía chistes, preguntaba por su madre y le hablaba como si ya fuera su esposo.

Después de tres meses, Emily finalmente susurró que sí. Su boda fue pequeña, nada extravagante: solo un patio trasero con guirnaldas de luces amarillas y flores silvestres recogidas del campo. Emily estaba sentada en su silla con un sencillo vestido blanco; sus manos temblaban mientras Michael las sujetaba con fuerza.

Esa noche, la llevó con cuidado a su habitación. Su tacto no era apresurado, ni hambriento, sino cuidadoso, ayudándola a cambiarse con ropa más suave. Al deslizar el vestido por sus hombros, sus ojos se congelaron.

En el lado izquierdo de su pecho, vio un tatuaje: delicadas palabras en francés grabadas sobre un árbol frágil y sin hojas del que brotaban nuevos brotes.

A Michael se le hizo un nudo en la garganta. Había estudiado construcción en Francia hacía años, así que lo comprendió al instante. Las lágrimas le nublaron la vista mientras trazaba la tinta con las yemas de los dedos.

Emily se sonrojó y se tapó con la manta, pero él le sujetó la mano con suavidad. “¿Cuándo te hiciste esto?”

“Después del accidente”, murmuró.

Pensé que lo había perdido todo. Mi novio se fue, mis amigos se alejaron, incluso mis familiares se alejaron. Durante un tiempo, no quise vivir. Pero un día, vi a mi madre esforzarse por empujar mi silla de ruedas solo para comprar medicinas. Me di cuenta… mientras pueda respirar, sigo viva. Tengo que vivir, por ella y por mí misma.

Michael no dijo nada. Solo la abrazó, porque ninguna palabra podía compararse con la fuerza de la mujer en sus brazos. No necesitaba compasión. Merecía admiración.

Desde ese momento, lo supo: no solo se había casado; había encontrado el tesoro más preciado.
La vida después no fue sencilla. Emily necesitaba ayuda con cada tarea diaria. Pero Michael nunca se quejó. Se levantaba temprano para cocinar, trabajaba muchas horas en el lugar y luego volvía a casa para bañarla, leerle libros y reírse de las pequeñas cosas como cualquier pareja.

Un año después, con terapia regular y el cuidado constante de Michael, las piernas de Emily comenzaron a temblar y a responder lentamente. El día que ella los mudó sola, Michael rompió a llorar. Por primera vez en años, creía en milagros.

Su historia pronto se difundió en línea, conmoviendo innumerables corazones. Pero Michael se mantuvo humilde. Cuando un periodista le preguntó una vez si se arrepentía de haber gastado sus ahorros para casarse con ella, rió entre dientes:

“No gasté mi

 

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