La vida de Daniel Walker siempre había sido la imagen del triunfo. A sus treinta y tantos, era el arquetipo del éxito hecho a sí mismo: un millonario con una mansión imponente, un imperio empresarial floreciente y una prometida cuya belleza atraía miradas en cada gala. Era un hombre que parecía dominar el arte de ganar, tanto en las salas de juntas como en los asuntos del corazón. Sin embargo, en una fatídica noche, la decisión de acortar su viaje de negocios detonaría los cimientos de su mundo, exponiendo una crueldad tan impactante que resonaría en cada rincón de su vida.
Las pesadas puertas de la mansión de Daniel se abrieron con un crujido mucho antes de lo esperado. Con la maleta aún en la mano, Daniel entró en el vestíbulo de mármol, ansioso por sorprender a Clara, su prometida, y pasar una velada tranquila con las dos mujeres que más amaba: su futura esposa y su anciana madre. El aire estaba cargado de expectación, pero al cruzar el umbral, un terror gélido se apoderó de su corazón. Desde el pasillo, oyó la frágil voz suplicante de su madre, seguida de un golpe seco y espantoso.
Daniel se quedó paralizado, con todos sus instintos en alerta máxima, y luego se acercó sigilosamente. La escena que se desarrolló lo destrozó al instante. Clara —elegante, serena, la mujer con la que había planeado casarse— estaba de pie junto a su madre, con el pie levantado en un gesto de pura malicia. Volvió a empujar a la anciana, murmurando palabras crueles en voz baja. Su madre, temblando, se aferró desesperadamente al brazo del sofá, con el cuerpo temblando por la agresión.
En ese instante, todo lo que Daniel creía saber sobre el amor se desvaneció. Las sonrisas deslumbrantes, el encanto, la gracia espontánea que lo habían cautivado por completo, todo se desintegró en la neblina tóxica de la crueldad descubierta de Clara. La había elegido, creyendo que amaría a su madre como si fuera suya. En cambio, descubrió un corazón retorcido por el veneno.
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