Los médicos permitieron que el perro entrara a la habitación para despedirse de su dueño; unas horas más tarde, la enfermera entró y gritó horrorizada.

 

— Lo siento… Lo siento por no estar ahí para ti… Mi pequeño… Gracias…

Lloró, acarició al perro, le besó la cabeza. Y Ritchie gimió suavemente, como diciendo: «Estoy aquí. Estoy contigo. Hasta el final».

Permanecieron así varias horas. La enfermera decidió no molestarlos y salió de la habitación. Cuando regresó más tarde y abrió la puerta, gritó horrorizada.

Cuando la enfermera entró de nuevo en la habitación esa noche, se quedó congelada en la puerta, sin aliento.

Seguían allí tumbados, igual que antes. Pero el monitor se había silenciado.

El anciano había muerto… Pero en sus brazos, con la nariz pegada al cuello, Ritchie también yacía. El corazón del perro no soportó la separación.

Los últimos que aún se tenían, se fueron juntos. En silencio. Con amor. Con lealtad.

 

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