Me acosté con un extraño cuando tenía 60 años y a la mañana siguiente la verdad me impactó.

Finalmente, con voz lenta y firme, dijo:
“Alejandro me dio una carta antes de morir. En ella, me pedía que, si alguna vez tenía la oportunidad, te cuidara. Sabía que, en algún momento, la soledad te golpearía con fuerza”.

Se me saltaron las lágrimas. El hombre que amé toda mi vida había pensado en mí hasta su último aliento. Y, sin embargo, el destino me colocaba en los brazos de su mejor amigo, en medio de la confusión y la culpa.

Ramírez bajó la mirada con tristeza:
“Nunca quise que las cosas sucedieran así. Pero tal vez el destino tenía otros planes. Ahora solo quiero ser sincero contigo”.

Se me rompía el corazón. Por un lado, me reconfortaba descubrir cuánto me había amado Alejandro. Por otro lado, me sentía atrapada en una contradicción insoportable: había caído en la debilidad, en los brazos de un hombre que no era otro que el mejor amigo de mi marido.

La verdad me dejó en shock. No sabía si agradecer o maldecir, si huir o quedarme. Solo tenía una certeza: lo que sucedió esa noche y lo que descubrí esa mañana marcaría el resto de mis días.

¿Era este el destino… o un error imperdonable?

Leave a Comment