Me escondí detrás de la puerta, con el corazón latiéndome con fuerza. Mi yerno se sentó, abrió el cartón de leche, tomó un poco con una cuchara y luego…

Su rostro palideció. Por un momento guardó silencio, luego sus ojos se llenaron de lágrimas. “Mamá”, susurró, “lo siento. No es lo que piensas… solo la extraño”.

Me lo contó todo. De niño, su familia era extremadamente pobre. Su madre, Linda, los crio a él y a su hermana pequeña sola tras la partida de su padre. El dinero escaseaba tanto que a veces el único alimento en casa era la fórmula en polvo que ella se dejaba la piel para comprar.

En las noches en que el hambre la atormentaba, Linda tomaba a escondidas un poco de la fórmula de Daniel, lo justo para conservar las fuerzas y poder seguir cuidando a sus hijos. Daniel aún recordaba la expresión de su rostro —culpa mezclada con alivio— mientras bebía de su biberón en la oscuridad.

Cuando su hermana falleció más tarde por enfermedad, y Linda misma falleció de agotamiento unos años después, el recuerdo quedó grabado en él. “Cuando Helen trajo a casa la fórmula de Nora”, dijo Daniel, conteniendo las lágrimas, “pensé en mi mamá. Recordé cómo sobrevivía con solo un sorbo. Beberla de nuevo me hizo sentir cerca de ella. Como si estuviera aquí, cuidándonos”.

Me quedé sentado con lágrimas corriendo por mi rostro, sin poder hablar.
El dolor y la añoranza por la madre que perdió demasiado pronto eran los motores de su rutina nocturna.

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