Mi esposa obligó a mi hija embarazada de siete meses a usar un colchón inflable mientras ella y su propia hija ocupaban las camas.
Entonces llegó el punto de quiebre.
Era una tranquila mañana de domingo cuando escuché a Samantha hablando por teléfono con una amiga, quejándose de que Emily estaba “aprovechando su embarazo” y “comportándose como la reina de la casa”. Se rió, restándole importancia a las dificultades reales de una mujer embarazada.
En ese momento, la verdad me golpeó con fuerza: no era solo antipatía. Samantha resentía la presencia de Emily; resentía el espacio que ocupaba en nuestras vidas. Y supe, con una certeza escalofriante, que una vez que llegara el bebé, ese resentimiento solo empeoraría.
Senté a Samantha esa noche. “Esto no funciona”, dije con firmeza. “Me demostraste quién eres esa noche, y no puedo dejar de verlo. Emily y mi nieto siempre serán lo primero. Si no puedes aceptarlo, entonces ya no podemos compartir un hogar”.
Su rostro se contrajo de incredulidad, y luego de furia. “¿La estás eligiendo a ella antes que a mí?”
“Estoy eligiendo lo correcto”, respondí. “Un hombre protege a su hijo. Siempre”.
El silencio que se instaló entre nosotros fue más denso que cualquier discusión que hubiéramos tenido. Finalmente, Samantha se detuvo.