Mi esposa obligó a mi hija embarazada de siete meses a usar un colchón inflable mientras ella y su propia hija ocupaban las camas.
Samantha se sobresaltó al principio, pero luego se puso a la defensiva. “Está bien. Insistió. Dijo que no le importaba”.
“Tiene siete meses de embarazo, Sam”, espeté. “¿Y la dejas dormir en un colchón de plástico como una callejera mientras tú y tu hija se estiran aquí?”.
Lily nos miró nerviosa, percibiendo la tensión, pero Samantha no se rindió. “Esta también es mi casa, Daniel. Yo pongo las reglas. Emily ya no es una niña; puede arreglárselas. No voy a permitir que se comporte como una princesa solo porque esté embarazada”.
Sus palabras fueron como una puñalada. Emily no pedía lujos; pedía decencia básica. Me hirvió la sangre. Es mi hija y está embarazada de mi nieto. Si no puedes ver que merece respeto en su condición, has perdido toda compasión.
La expresión de Samantha se endureció. “¿Y mi hija? ¿Acaso Lily no merece consuelo también? ¿O solo te importa Emily?”
Fue un golpe bajo: convertir la situación en una pequeña rivalidad entre las chicas. Pero no había comparación. Emily era la vulnerable, la que necesitaba ayuda. Di media vuelta antes de que mi ira se convirtiera en algo peor.
Esa noche, subí personalmente las pertenencias de Emily y la instalé en la habitación de invitados. Samantha hervía de rabia en silencio, cerrando cajones de golpe y murmurando en voz baja, pero yo no me inmuté. Me quedé a su lado hasta que volvió a dormirse, esta vez en una cama de verdad, y su rostro finalmente se suavizó con algo parecido a la paz.
Pero sabía que no había terminado del todo. Samantha no era de las que se rendía en silencio, y yo no era de las que olvidaban fácilmente las traiciones.
Los siguientes días fueron densos en tensión. Samantha apenas me hablaba, salvo con frases cortas. Lily evitaba por completo el contacto visual. Emily, atrapada en el medio, no dejaba de disculparse, lo que solo agravó mi culpa. No la había protegido a tiempo.
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