Estuve casada con él siete años.
El día de nuestra boda, pensé que sería mi apoyo de por vida, pero me equivoqué. Todo empezó a desmoronarse cuando empezó a llegar tarde a casa, su teléfono estaba bloqueado y su “mejor amigo” empezó a aparecer cada vez con más frecuencia.
Mi mejor amiga era la que conocía desde la universidad. Todos pensaban que era guapa, inteligente y extrovertida. Sin embargo, no me sentía cómoda. Intuía que su relación no era tan inocente debido a mi intuición femenina. Se resistió a mis repetidos intentos de hablar con él e incluso se enfureció.
Una tarde, me dijo que necesitaba extender un viaje de trabajo de quince días a una isla aislada.
No sospeché nada; simplemente le recordé que se cuidara. Pero el destino intervino: a la mañana siguiente, por casualidad, leí un mensaje en su teléfono: el viaje no era de trabajo, sino unas vacaciones que él y mi mejor amigo habían organizado hacía mucho tiempo.
Estaba conmocionada. Sin embargo, en lugar de ocuparme de él, guardé silencio. Quería ver hasta dónde llegarían sus mentiras cuando regresara.
Esos quince días se hicieron eternos. De día, intentaba cuidar de mi hija; de noche, soportaba un tormento que me desgarraba el pecho. Varias veces comentó: «Mamá, ¿por qué papá se fue de negocios tanto tiempo?», y las lágrimas resbalaban por mis mejillas.
Cuando regresó, lucía una amplia sonrisa, la piel quemada por el sol, los brazos rebosantes de regalos. Incluso fingió cariño: «Te extrañé muchísimo, muchísimo». No dije nada, mi corazón se endureció. Una vez que se sentó, lo miré a los ojos y le pregunté:
—¿Sabes qué enfermedad tiene?
Esa pregunta fue como una cuchilla. Se quedó paralizado al instante, con la tez cansada.
—¿Qué… qué estás diciendo?
Apreté los labios con fuerza. Sabía el secreto que él nunca había imaginado: mi mejor amigo luchaba contra una peligrosa enfermedad contagiosa. La había investigado accidentalmente a través de una conocida en el hospital. Se había sometido a tratamientos repetidamente, ocultándolo todo. Aun así, buscaba relaciones de forma imprudente, y mi esposo, ese hombre insensato, se entregó voluntariamente a sus brazos.
“Te lo preguntaré una última vez. ¿Lo sabías?” Mi voz era gélida.
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