Se quedó sin palabras. El arrepentimiento y el desconcierto nublaron su mirada. Su cuerpo se estremeció.
Semanas después, la realidad salió a la luz. Ella visitó al médico cuando su salud empeoró. Las pruebas confirmaron que tenía la misma enfermedad que mi amiga. No me sorprendió. Solo sentía amargura, sabiendo que el hombre que una vez fue mi esposo le había destrozado la vida.
Por suerte, ya me había separado de él meses antes, al darme cuenta de que el matrimonio no podía salvarse. Como pareja, estábamos acabados.
Mi hija y yo estábamos a salvo. Quizás esa fue la protección final de la misericordia divina.
Cuando finalmente recibió la confirmación, se desplomó ante mí, con lágrimas en el rostro:
—Perdóname… Cometí un error… por favor, no me abandones…
Miré sin piedad. Este hombre había destrozado mi confianza, nos había robado la felicidad. Ahora me veía obligada a soportar las consecuencias de su imprudente traición.
—Quien merece tu remordimiento es nuestra hija, no yo.
Hablé en voz baja y me alejé.
Desde entonces, dejó de importarme. Dediqué cada gota de amor a mi hija, que volvió a vivir tranquila, sin miedo. Él seguía vivo, pero su existencia se volvió vacía, consumida por un arrepentimiento tardío.
La pregunta: “¿Sabes qué enfermedad padece?” marcó el desenmascaramiento de la verdad. También selló el fin de un matrimonio que alguna vez se creyó sólido. Entonces comprendí que la venganza no era necesaria para la traición, porque el destino mismo impone el castigo más cruel a los infieles.
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