Mi hija de 10 años fue mi dama de honor. Pasé semanas tejiendo con amor y paciencia un delicado vestido lila solo para ella, puntada a puntada, imaginando cómo brillaría a mi lado el día de mi boda. Pero mi futura suegra se había mostrado distante, fría, con su desaprobación flotando en el aire como una tormenta.

La mirada de Margaret se endureció. «Te unes a nuestra familia. Las apariencias importan. ¿Quieres rumores a tus espaldas? ¿Que se rían de tu hija? Hice lo que tenía que hacer».

Podría haber gritado. Podría haber tirado la taza de café al otro lado de la habitación. Pero el rostro de Emily, bañado en lágrimas, me vino a la mente y encontré claridad.

«No, Margaret», dije con voz firme. «Hiciste lo que fue cruel. Y me has demostrado exactamente quién eres. Pero escúchame bien: esta es mi boda, mi familia y mi hija. Caminaremos juntas hacia el altar, y ella estará orgullosa de quién es. Ninguna destrucción tuya cambiará eso».

Se burló, pero había un destello, solo un destello, de algo en sus ojos. ¿Sorpresa? ¿Miedo? No me importó. Di media vuelta y la dejé allí sentada, con el café frío.

Cuando volví con Emily, me arrodillé ante ella y tomé sus pequeñas manos entre las mías. “Cariño, no necesitamos ese vestido. Lo que importa somos nosotras. Seguirás siendo mi dama de honor y brillarás más que nadie”.

Le tembló la barbilla, pero asintió.

Y en ese momento, lo supe: Margaret podría haber intentado quebrarnos, pero solo nos había hecho más fuertes.
La iglesia estaba adornada con flores, música suave y los suaves susurros de los invitados. Caminé por el pasillo, con Mark esperando en el altar, con la mirada fija en la mía. A mi lado, agarrando su ramo con manos temblorosas pero firmes, estaba Emily.

 

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