Me llamo Maricel, tengo treinta y cuatro años y soy contable en una empresa privada en Quezon City. Mi marido, Rodel, de treinta y ocho años, es ingeniero de construcción. Llevábamos ocho años casados y teníamos una hija de seis años, Althea. Nuestra vida era tranquila y predecible… hasta que un minúsculo punto azul en un mapa lo cambió todo.
Una mañana, Rodel me dijo que se iba tres días a Singapur por un «viaje de negocios» con un cliente. Confiaba plenamente en él. Le preparé la maleta, metí sus vitaminas y le recordé que rezara antes de embarcar.
Antes de irse, me acarició el pelo y susurró: «No te preocupes, mi amor. Vuelvo en tres días. Te quiero». Sonreí, sin saber que era la última sonrisa nacida de la confianza.
Por la noche, vi su iPad sobre la mesa. Como a menudo consulto su agenda, lo encendí y abrí la aplicación «Buscar mi iPhone». No tenía ninguna intención de espiar, solo la curiosidad de comprobar si había aterrizado bien.
Pero cuando el mapa se cargó… me quedé helada. El punto azul no estaba ni en el aeropuerto de Changi, ni en un hotel de Singapur. Parpadeaba en el Philippine Women’s University Medical Center, un hospital para futuras mamás, en pleno Manila.
Me temblaban las manos. Actualicé varias veces, pero la ubicación no se movía. No grité. No lloré. Sabía que las mujeres inteligentes no luchan contra el caos, luchan con estrategia.
Empecé a registrarlo todo: fechas, horas, capturas de pantalla, historiales de llamadas. Luego llamé a mi amiga Nina, enfermera en ese hospital. Al día siguiente, me escribió: «Lo he visto. Estaba con una mujer, embarazada de unos seis meses. Se registró bajo el nombre de Dela Cruz, Rodel».
Sentí hielo corriendo por mi alma. Ocho años de lealtad, cada sacrificio, cada noche en vela por nuestra hija, echados a perder por un hombre con una doble vida.
No dejé traslucir nada. En silencio, copié todos los archivos importantes de nuestras carpetas compartidas: títulos, participaciones, cuentas. Él creía que yo era solo una «contable de la casa». Olvidó que yo llevaba las cifras que podían destruirlo.
En dos días, transferí mis participaciones a nombre de mi madre y, como copropietaria, solicité una auditoría interna. Todo se hizo legalmente, limpiamente, con calma.
Al tercer día, Rodel llamó. «Cariño, tal vez me quede un poco más. Hay problemas en Singapur». Sonreí y respondí suavemente: «No hay problema, mi amor. Tómate tu tiempo». Pero el punto azul seguía brillando… en ese mismo hospital.
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