Tres días después, regresó como si nada, con regalos y besos para Althea. Cociné un sinigang na baboy, nuestro plato favorito, y después de la cena, puse un gran sobre marrón delante de él.
Dentro: capturas de pantalla, una ecografía con su apellido y los documentos que probaban que ya no controlaba ni un céntimo de nuestros bienes. Sus ojos se abrieron como platos. «¿Qué es esto, Maricel?» «Pruebas», dije fríamente. «De cada mentira que has contado». Intentó explicarse, pero lo detuve. «Inútil. Ya lo has perdido todo: tu empresa, nuestra casa y mi corazón».
Un mes después de mi solicitud de anulación del matrimonio, su empresa de construcción colapsó. Los inversores retiraron sus fondos, las cuentas fueron congeladas por «anomalías de auditoría». Se dice que suplicó a antiguos clientes que lo ayudaran, pero nadie acudió. La amante dio a luz antes de lo previsto y luego lo dejó al ver que estaba arruinado.
No lo celebré. No publiqué nada en internet. Solo una noche, paseando por el parque de Luneta con mi hija, me preguntó: «Mamá, ¿por qué sonríes?» Apreté su manita. «Porque, cariño, por fin respiramos sin mentiras a nuestro alrededor».
La gente me decía: «¡Deberías haberle dado una bofetada!» o «¡Exponlo en Facebook!». Pero no. Las mujeres como yo no gritamos. Nuestro silencio… es nuestra venganza más ruidosa.
Solo hice tres cosas, pero bastaron para recordarle: «La confianza, una vez rota, nunca se puede volver a comprar, ni siquiera con todo el dinero del mundo». Esté donde esté, sé que ha entendido: La mujer a la que traicionó es ahora más fuerte, más libre, intocable.
DESPUÉS DEL DIVORCIO
Después del divorcio, mi vida —la de Maricel— era una página en blanco. No más mentiras, no más comedia. Solo Althea y yo, en una pequeña casa en Tagaytay, donde la niebla abraza los cristales cada mañana.
Abrí un pequeño café, «Casa Althea». Cada día, preparaba el café, llevaba a Althea a la escuela y aprendía a reparar mis propias cosas rotas: la fontanería, las bombillas e incluso mi corazón. Se dice que las mujeres se rompen después de una pena. Yo aprendí que nos reconstruimos.
Tres meses después, supe que la empresa de Rodel había quebrado. Las deudas se acumulaban, los juicios seguían. Vendió su apartamento en Makati, pero eso no cubría casi nada. Pensé que no volvería a verlo jamás. Pero el destino, como siempre, tiene su humor cruel.
Una tarde lluviosa, mientras limpiaba las mesas del café, la puerta se abrió. Un hombre empapado, demacrado, estaba allí. Rodel. Sus ojos reflejaban la culpa y el agotamiento. «Maricel… ¿podemos hablar?» No dije nada, solo señalé una silla.
Se sentó, tiritando, aferrando la taza que le serví. «Me ha dejado», confesó. «No me queda nada. Quiero disculparme… quizás empezar de nuevo. Tú has sido la única que realmente creyó en mí». Por un instante, volví a ver al hombre que decía «tres días». Luego la imagen se disolvió. «¿Empezar de nuevo?», pregunté con calma. «Sí… por nosotros, por Althea». Lo miré, sin ira, sin amor, solo con distancia. «La mujer que te esperaba murió la noche que elegiste el engaño». Él bajó la mirada. La lluvia golpeaba fuera. «Te perdono», dije suavemente, «pero no para recuperarte. Te perdono para ser libre».
EL KARMA SIEMPRE VUELVE
Unos meses más tarde, regresó, no por perdón, sino por dinero. Decía tener un nuevo proyecto. Sonreí, cogí un cheque en blanco y luego lo retiré antes de que lo tocara. «Ya lo cogiste todo una vez: mi confianza, mi juventud, mi pasión. Lo siento, Rodel. El banco de Maricel Dela Cruz está definitivamente cerrado». Sus lágrimas se mezclaban con la lluvia. Ese día, comprendí: no necesitaba venganza. La vida se encargaba de ello.
UNA CARTA NUNCA ENVIADA
Meses después, llegó una carta. «Maricel», decía, «Probablemente nunca leerás esto. Lo he perdido todo. Cuando miro atrás, solo te veo a ti, la única a la que realmente le importé. Espero que seas feliz. Te mereces la paz». La doblé con calma. Sin lágrimas, solo un suspiro. Algunos arrepentimientos llegan demasiado tarde, como invitados que llaman a una casa vacía.
DIEZ AÑOS DESPUÉS
Casa Althea se ha convertido en una pequeña cadena a través de Laguna. Althea, de dieciséis años ahora, está radiante y segura de sí misma. Siempre dice: «Mi mamá no necesita a nadie que la sostenga. Mi mamá es una superheroína».
Una tarde, atascada en un semáforo en rojo en Ortigas, lo volví a ver. Un hombre de mediana edad que repartía folletos de construcción: pelo gris, ropa gastada. Rodel. Me vio, sorprendido. Bajé la ventanilla y dije suavemente: «Que encuentres la paz, Rodel». Él bajó la cabeza mientras nuestro coche se alejaba.
Por la noche, en el balcón, Althea me preguntó: «Mamá, si papá se disculpa otra vez algún día, ¿lo perdonarás?» Sonreí. «Ya lo hice, hace mucho tiempo. El perdón no es para ellos, es para que tú dejes de sufrir». Apoyó su cabeza en mi hombro. «Estoy orgullosa de ti, mamá».
Miré el cielo brumoso de Tagaytay, el olor a café a mi alrededor, y me susurré: Fui una mujer que creía que el amor podía repararlo todo. Hoy sé: solo tú puedes salvarte. Y a veces, la mejor venganza no es tal… Es vivir feliz, libre, mientras ellos viven con ese recuerdo: «Perdieron el único amor verdadero que jamás tendrán».
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