Mi marido trabajaba en el extranjero, todo lo que enviaba iba a casa de mi suegra; incluso para comprar leche, tenía que pedírselo.

“Mamá, te envío dinero todos los meses. Dijiste que estabas ahorrando.”

“¡Estoy ahorrando… para esta casa! No son los únicos que comemos aquí.”

No podía parar de llorar. “Incluso lo que gano cosiendo, también te lo quedas. Dijiste que se incluiría en nuestros ahorros. ¿Y ahora, dónde está todo?”

De repente, mi suegra gritó:

«¡No tienes derecho a hablar así! ¡Solo vives aquí y ya quieres llevarte el dinero!».

Mi marido guardó silencio. Ni yo ni su madre nos defendimos. Su silencio fue como una daga clavada en mi pecho.

No podía aceptar que cuatro años de sacrificio de mi marido desaparecieran así como así. Empecé a buscar todas las pruebas:

— recibos de transferencias bancarias
— mensajes de texto donde mi suegra decía: «Yo soy la que guarda el dinero».

— grabaciones donde se oía claramente su voz: «Sí, hijo, todavía tengo todo el dinero».

Guardé todo en una memoria USB. También hice una copia oficial de los extractos bancarios, con la firma y el sello del banco.

La noche siguiente, invité a unos familiares a cenar, supuestamente para «dar la bienvenida a mi marido recién casado». Después de cenar, encendí la televisión y conecté la memoria USB.

Las grabaciones se reproducían una tras otra:

— “Sí, hijo, solo estoy guardando tu dinero.”

— “Envíalo siempre, no te preocupes.”

 

 

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