Mi marido trabajaba en el extranjero, todo lo que enviaba iba a casa de mi suegra; incluso para comprar leche, tenía que pedírselo.

Todos guardaron silencio. Mi suegra palideció. Los familiares cuchicheaban. Una de las tías de mi esposo dijo:

— “Conchita, eso es muy malo. Tu hijo trabajó duro en el extranjero, ¿y tú eres así?”

Unos días después, frente a la familia, mi suegra admitió que aún tenía 500.000 pesos ahorrados en el banco. “Los guardé”, dijo, “por si me enfermo.”

Mi esposo la hizo firmar el documento para devolver el dinero. Luego, me tomó la mano y me dijo suavemente:

“Perdóname, Mylene. Debí haber luchado por ti hace mucho tiempo.”

Las lágrimas brotaron de mis ojos. Ya no estaba enojada. Solo quedaba el silencio, y la verdad de que la verdad había salido a la luz.

Nos mudamos a una casita alquilada. Poco a poco volvimos a ahorrar para comprar nuestro propio terreno.

Mientras tanto, todos los días veía a Aling Conchita sentada frente a la vieja casa, con los recibos antiguos en la mano, susurrando:

«Pensé que lo estaba ahorrando para mi hijo… No sé, también lo perderé a él».

 

 

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