El calor del mediodía apretaba; el sol caía con fuerza sobre la estrecha calle suburbana.
En el patio, el roce de las zapatillas de la Sra. Helen raspaba las baldosas, cada sonido con una intensidad molesta. **Samantha, mi cuñada**, se cruzó de brazos, con la voz llena de desdén:
“Cada día de más que te quedas aquí solo ensucia más esta casa. ¡Fuera de aquí ya!”
Anna estaba de pie junto a su maleta desgastada, agarrando el asa hasta que se le pusieron los nudillos blancos. Tragó saliva. Toda la mañana había soportado los mismos insultos: “pobre”, “inútil”, “una carga”. Su esposo Mark estaba sentado en el escalón del porche, con la vista clavada en el teléfono, como si su dolor fuera problema de otra persona.
“Ya lo he dicho”, espetó la Sra. Helen.
Sus ojos brillaron con una llama fría. En esta casa no cabe una mujer que ni siquiera puede darnos hijos y que aún se atreve a contestarnos. ¡Váyase! ¡Ahora mismo!
Anna no respondió.
Recogió su maleta y su pequeño bolso y caminó hacia la verja. La bisagra oxidada crujió, como si la propia casa la desaprobara. El olor a humo de cocina y polvo de la calle le picó en la cara. Respiró hondo; si no se iba, se asfixiaría con sus palabras.
Justo cuando su mano tocó el pestillo, otro par de zapatillas, más ligeras y apresuradas, la siguieron. El señor Robert, su suegro, la alcanzó, respirando con dificultad. Era un hombre tranquilo, amable, con patas de gallo en los ojos.
Le ofreció una bolsa de plástico negra.
“Ya que se va de todas formas… saque esta basura”, murmuró.
Anna se quedó paralizada. Detrás de él, la señora Helen y Samantha estaban de pie con los brazos cruzados, burlándose. Anna forzó una leve sonrisa.
“De acuerdo.”
Tomó la bolsa. Pero se sentía extraña: ligera, limpia, sin olor. El nudo parecía reciente. El Sr. Robert ya se había dado la vuelta, con los hombros encorvados y la espalda más pequeña de lo habitual. Anna abrió la verja y salió. El pestillo se cerró con un clic, definitivo, como un punto al final de una frase.
Al final de la calle había un contenedor de basura comunitario. Anna se detuvo a la sombra de un árbol, con el sudor perlándole las sienes. Apretó el asa. “¿Qué clase de basura se siente tan limpia?”. Acercó la bolsa; solo se percibía un ligero aroma a plástico nuevo. La calle estaba tranquila; incluso el vendedor de comida cercano había dejado de gritar.
Con manos temblorosas, Anna desató el nudo.
Dentro no había basura. Era un fajo de billetes, atado con una goma elástica. Encima había un billete doblado, con los bordes del papel curvados por el tiempo. El corazón le latía con fuerza al abrirlo. La letra era cuidadosa y temblorosa:
⏬ Continua en la siguiente pagina ⏬