Mis hijos nos abandonaron en el camino desierto… sin imaginar el secreto que escondía…
Pensaban que éramos una carga, pero la vida les mostrará quiénes son los verdaderos malos.
Por primera vez en mucho tiempo, sentí que aún había esperanza. La bondad de esa mujer no se limitó a darnos agua y un techo improvisado.
Al día siguiente, al vernos tan abatidos, dijo con decisión: «Vamos al pueblo. Hay un bufete de abogados allí. Quizás puedan ayudarles».
Nos acompañó en un autobús destartalado durante casi dos horas hasta que llegamos a un edificio modesto con un letrero desgastado que decía «Bufete Ramírez en Asociados».
Al entrar, un hombre de mediana edad nos saludó amablemente. Al oír el nombre de Manuel, arqueó las cejas sorprendido.
«Ustedes son el señor Manuel y la señora Elena», preguntó. «Asentimos». El abogado finalmente suspiró.
«Hace unos días, tres personas estuvieron aquí diciendo ser sus hijos. Querían reclamar esta herencia a su nombre, pero claro, sin ustedes, no es válida». Sentí que me temblaban las rodillas. Los hijos que nos habían dejado en la carretera, los mismos que nos llamaban una carga, se habían apresurado a apropiarse de lo que no era suyo.
El abogado abrió una carpeta. Eran aproximadamente 1000 dólares y dos pequeñas parcelas de tierra. No era una fortuna, pero sí un legado legítimo.
“Ustedes son los únicos herederos”.
Me llevé la mano al pecho. Para nosotros, que siempre habíamos sido humildes y trabajábamos con lo justo, esa cantidad era enorme. Significaba dignidad, tranquilidad, libertad.
Manuel me apretó los dedos con fuerza. “Me oíste, Elena”, dijo en voz baja.
“Pensaron que podían robarnos todo, pero sin nosotros no pueden hacer nada”.
Asentí con lágrimas en los ojos. Ese mismo día registramos nuestra identidad y el abogado empezó con el papeleo. Al salir de la oficina, sentí que, por primera vez en mucho tiempo, se me había quitado el peso de la miseria.
Pero también entendí algo. Si nuestros hijos ya habían estado allí y no conseguían nada, venían por nosotros. No por amor ni por arrepentimiento, sino porque nos necesitaban. Y lo confirmamos esa misma noche cuando mi viejo celular empezó a sonar una y otra vez. Primero fue Laura, luego Daniel, luego Andrés.
Mensajes, llamadas, insistencia incesante. Mamá, papá, por favor, contéstennos. Necesitamos hablar. Discúlpennos. No contesté. Apreté el teléfono contra mi pecho mientras las lágrimas corrían por mis mejillas. Sabía perfectamente lo que querían. No éramos nosotros, era el dinero. Esa noche, el celular no paró de sonar. Llamadas, mensajes, insistencia.
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