NIÑA A LA QUE TRATARON COMO BURRO DE CARGA… PERO LA VIDA LA RECOMPENSÓ Y LA HIZO LA MÁS RICA DEL

La llamaban la burrita de carga. Tenía solo 5 años y ya conocía el peso del cansancio. Nadie imaginaba que aquella niña, tratada como un animal, sería un día la mujer más rica y respetada del valle. Qué alegría tenerte aquí. Cuéntame desde dónde ves este video. Deja tu like, suscríbete y vamos al comienzo.

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En el pequeño pueblo de Santa Lucía de los Vientos, donde el polvo se levantaba con cada soplo del aire y el sol parecía no tener piedad con nadie, una niña de apenas 5 años caminaba descalsa por el sendero de tierra. Se llamaba Isabelita. Y aunque su cuerpo era frágil y pequeño, cargaba un cántaro de barro casi tan grande como ella.

Isabelita se agachó en silencio, intentando recuperar lo que quedaba, pero el barro había tragado el poco líquido que quedaba. Sus ojos se llenaron de lágrimas, no por el peso ni por la burla, sino porque sabía que tendría que volver al río y empezar de nuevo.

Cuando llegó a casa esa noche, su madre la esperaba con un suspiro en lugar de un saludo. Doña Beatriz estaba agotada. Sus manos rojas del agua fría temblaban mientras intentaba remendar un vestido viejo. Dijo que no había comida suficiente y que al día siguiente debían trabajar más. Isabelita se acercó, le tomó la mano y dijo con voz suave que no se preocupara, que ella podía traer más agua, que podía ayudar en la feria que era fuerte.

Doña Beatriz la miró con ojos llenos de ternura y tristeza y solo alcanzó a responder diciendo que ojalá la vida fuera más justa con una niña tan buena. Aquella noche, mientras la luna iluminaba la choa por una rendija del techo, Isabelita se arrodilló junto a su camita de tablas, juntó sus manitas y rezó.

dijo en voz baja que si ese era su camino, el que Dios había escogido para ella, le pidiera solo una cosa, fuerzas para seguir caminando. Cerró los ojos y pensó que quizá allá arriba alguien la escucharía. En el pueblo la vida era un ciclo de trabajo y silencio. Nadie miraba a los niños pobres, nadie preguntaba por sus sueños. Pero un día, mientras Isabelita caminaba con su cántaro vacío, escuchó una voz detrás de un puesto en la feria.

Era la voz de doña Tomasa, una anciana que vendía tortillas y atoles. Ella dijo que necesitaba ayuda, que sus piernas ya no le permitían cargar los sacos de maíz ni la leña para el fuego. Preguntó si Isabelita conocía a alguien que pudiera ayudarla. La niña, sin dudar, respondió que podía hacerlo.

Doña Tomás la miró sorprendida, porque la niña apenas alcanzaba la altura de su mostrador y le preguntó si estaba segura. Isabelita dijo que sí, que era fuerte y que no tenía miedo al cansancio. La anciana sonrió con compasión y le dijo que le pagaría con unas monedas y una tortilla caliente cada día. Ese primer día de trabajo fue un desafío que pareció infinito.

Los sacos de maíz pesaban casi tanto como su cuerpo y el camino desde el rancho hasta la plaza era largo y empinado. Cada paso levantaba polvo y hacía que sus piernas temblaran. Pero Isabelita no se detuvo. Pensaba en su madre, en Catalina, su hermanita pequeña, y en Juanito, el bebé que lloraba cuando no había pan.

Cuando al fin llegó al puesto de doña Tomasa, la anciana le ofreció una tortilla recién salida del comal. El aroma llenó el aire y el estómago de la niña gruñó con fuerza. Tomasa le dijo que comiera, que había trabajado como una mujer. Isabelita sonrió por primera vez en mucho tiempo

Mientras comía, la anciana le preguntó por su familia y la niña contó que su padre había muerto hacía años, que su madre trabajaba lavando ropa y que ella ayudaba en lo que podía. Doña Tomás movió la cabeza lentamente y dijo que el mundo era duro con los buenos, pero que el esfuerzo siempre traía su recompensa.

Al volver a casa esa noche, Isabelita llevaba en la mano las monedas envueltas en un trozo de tela. Las guardaba con tanto cuidado como si fueran oro. Al entrar en la chosa, su madre la miró con sorpresa. Isabelita se acercó, abrió la mano y dejó que las monedas cayeran sobre el regazo de doña Beatriz. dijo que ahora podrían comprar pan y un poco de leche para los pequeños.

La mujer no pudo contener las lágrimas, abrazó a su hija con fuerza y le dijo que ningún niño debía cargar tanto peso. Isabelita respondió que no importaba, que su padre le había enseñado a ser valiente y que ella cumpliría su palabra. Esa noche el silencio de la casa fue distinto. No era el silencio de la miseria, sino uno suave, lleno de esperanza.

 

 

 

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