“No te llevaré allí. Habrá gente decente, no a tu nivel”, declaró mi esposo, sin saber que soy la dueña de la empresa en la que trabaja.

Nos casamos hace cinco años, cuando yo acababa de terminar la carrera de economía y él trabajaba como gerente junior en una empresa comercial. Por aquel entonces, parecía un joven ambicioso y decidido con un futuro brillante. Me gustaba su forma de hablar de sus planes, la seguridad con la que miraba al futuro.

Con los años, Dmitry ascendió considerablemente en su carrera. Ahora era gerente senior de ventas, atendiendo a clientes importantes. Gastaba el dinero que ganaba en su apariencia: trajes caros, relojes suizos, un coche nuevo cada dos años. “La imagen lo es todo”, solía decir. “La gente necesita verte triunfar o no te contratarán”.

Trabajaba como economista en una pequeña consultora, ganando un salario modesto e intentando no sobrecargar el presupuesto familiar con gastos innecesarios. Cuando Dmitry me llevaba a eventos corporativos, siempre me sentía fuera de lugar. Me presentó a mis compañeros con una ligera ironía: “Aquí está mi ratoncito gris de paseo”. Todos rieron, y yo sonreí, fingiendo que también me hacía gracia.

Poco a poco, empecé a notar cómo había cambiado mi marido. El éxito se le había subido a la cabeza. Empezó a menospreciarme no solo a mí, sino también a sus jefes. “Vendo esta chatarra hecha por nuestros chinos”, decía en casa, bebiendo whisky caro. “Lo importante es presentarla bien, y comprarán cualquier cosa”.

A veces insinuaba otras fuentes de ingresos. “Los clientes aprecian el buen servicio”, guiñaba el ojo. “Y están dispuestos a pagar más por él. Personalmente, lo entiendo, ¿verdad?”.

Lo entendí, pero preferí no entrar en detalles.

Todo cambió hace tres meses cuando me llamó un notario.

¿Anna Sergeevna? Se trata de la herencia de tu padre, Sergei Mikhailovich Volkov.

Se me encogió el corazón. Mi padre abandonó a la familia cuando yo tenía siete años. Mamá nunca me contó qué le había pasado. Solo sabía que trabajaba en algún sitio, viviendo su propia vida, donde no había espacio para una hija.

“Tu padre falleció hace un mes”, continuó el notario. “Según el testamento, eres la única heredera de todos sus bienes”.

Lo que descubrí en la notaría me cambió el mundo por completo. Resultó que mi padre no solo era un empresario exitoso, sino que había construido todo un imperio. Un apartamento en el centro de Moscú, una casa de campo, coches, pero lo más importante: un fondo de inversión con acciones en docenas de empresas.

Entre los documentos, encontré un nombre que me estremeció: “TradeInvest”, la empresa donde trabajaba Dmitry.

Las primeras semanas estuve en shock. Cada mañana me despertaba sin poder creer que fuera real. Le dije a mi marido que había cambiado de trabajo; ahora trabajaba en el sector de la inversión. Reaccionó con indiferencia, murmurando algo sobre que esperaba que no me bajara el sueldo.

 

 

 

 

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