Me quedé sin palabras.
Toda mi vida pensé que yo era la que había sufrido, sin imaginar que aquel hombre cojo llevaba dentro un corazón tan inmenso.
Otra noche, llegué a casa antes de lo habitual.
La puerta del cuarto estaba entreabierta.
Vi a Dũng sentado, quitándose la prótesis de la pierna, masajeando el muñón —mucho más grave de lo que yo creía.
Del cajón sacó una foto vieja: era yo, a los 25 años, en una visita al orfanato, repartiendo regalos a los niños.
Debajo, había una frase escrita con letra torpe:
“Gracias, Thảo —la primera chica que me sonrió.”
El corazón se me encogió.
Entonces entendí: su amor por mí había comenzado veinte años atrás, cuando yo ni siquiera sabía que él existía.
Entré en silencio y lo abracé por detrás.
Él se sobresaltó, y entre lágrimas, le susurré:
“Perdóname… todos estos años nunca te entendí.”
Él me miró con los ojos húmedos y respondió:
“Con que estés aquí ahora, me basta.”
Desde esa noche, ya no volvió a dormir en la silla.
Me tomó de la mano, fuerte, como temiendo que desapareciera.
Y yo, por primera vez en la vida, me sentí protegida —aunque el hombre que me abrazaba solo tuviera una pierna sana.
Tres años después, mi suegra falleció.
Nos mudamos a una casita pequeña, abrimos un taller de reparación y acogimos a algunos huérfanos para ayudar.
La vida no era rica, pero sí tranquila.
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