QUIERO ESOS 3 LAMBORGHINI, DIJO EL HOMBRE EN BERMUDAS Y SANDALIAS. TODOS SE BURLARON. ¡ERROR FATAL!
El silencio que siguió fue incómodo. Sebastián apretó la mandíbula. Ricardo miró hacia otro lado. Jorge se ajustó la corbata. En ese momento, otra persona entró a la concesionaria. Era una mujer de unos 40 años vestida con un traje ejecutivo color vino, cabello recogido en un moño perfecto, maletín de cuero italiano en la mano. Se llamaba Patricia Esquivel. Era la directora regional de ventas. Supervisaba cinco concesionarias en la zona y casualmente había decidido hacer una visita sorpresa ese día.
Patricia observó la escena desde la entrada. Los tres vendedores rodeando a un anciano en Bermudas. Las expresiones de burla apenas disimuladas, la postura defensiva del cliente. Ella había estado en el negocio automotriz durante 20 años. Había visto esto antes, demasiadas veces. Caminó hacia ellos con pasos firmes. Sus tacones resonaban contra el mármol. Buenos días, caballeros, don Miguel. Los tres vendedores se voltearon sorprendidos. Patricia extendió la mano hacia don Miguel. Soy Patricia Esquivel, directora regional. Bienvenido a nuestra concesionaria.
Veo que mis vendedores lo están atendiendo. Espero que todo esté siendo de su agrado. Don Miguel estrechó su mano. Gracias, señorita Patricia. Estaba justamente explicándoles que me gustaría adquirir esos tres Lamborghini. Patricia no mostró sorpresa, no alzó las cejas, no sonríó con condescendencia. simplemente asintió. Excelente. Sería un honor ayudarlo con esa compra. Permítame guiarlo a nuestra sala VIP, donde podemos hablar con más comodidad y privacidad. Sebastián intervino rápidamente. Señora Esquivel, yo estaba atendiendo a este señor primero.
Patricia lo miró con una expresión fría. Lo sé, Sebastián, los escuché desde la entrada. todos ustedes. El tono de su voz hizo que los tres vendedores se tensaran. Pero ahora yo me encargaré personalmente. Patricia guió a don Miguel hacia la sala VIP en la parte trasera de la concesionaria. Era un espacio privado con sillones de cuero, una mesa de caoba, café de máquina expreso italiana y una vista panorámica del salón principal a través de un vidrio polarizado.
Desde ahí se podía ver todo sin ser visto. Una vez dentro, Patricia cerró la puerta. Se sentó frente a don Miguel. Por favor, discúlpelos. No hay excusa para ese tipo de comportamiento. Don Miguel se recostó en el sillón. Han asumido muchas cosas sobre mí basándose solo en mi apariencia. Patricia asintió. Es un error que cuesta muy caro en este negocio. Dígame, don Miguel, ¿esos tres Lamborghini, ¿es una compra seria o estaba probando a mis vendedores? Don Miguel sonríó.
Es completamente seria. He esperado casi 50 años para este momento. Y ahí fue cuando comenzó a contar su historia. Don Miguel respiró profundo antes de hablar. Patricia le sirvió un café y se sentó con atención genuina, algo que los tres vendedores afuera nunca le habían ofrecido. Nací en una familia sin nada, señorita Patricia. Mi padre era jornalero. Mi madre lavaba ropa ajena. Éramos siete hermanos en una casa de dos habitaciones. Cuando cumplí 14 años tuve que dejar la escuela para trabajar.
Mi primer empleo fue como ayudante de albañil. Cargaba ladrillos, mezclaba cemento, limpiaba herramientas, ganaba apenas para comer. Don Miguel pausó. Sus ojos miraban hacia algún punto distante del pasado. Patricia no interrumpió. A los 17 años ya era oficial albañil, a los 20 maestro constructor. Trabajaba desde que salía el sol hasta que se ocultaba. fines de semana, feriados, no importaba. Cada peso que ganaba lo ahorraba. Vivía en cuartos alquilados, comía lo mínimo, no salía a fiestas, no compraba ropa nueva.
La gente decía que era un tacaño, pero yo tenía un sueño. Patricia se inclinó levemente hacia delante. ¿Cuál era ese sueño, don Miguel? El anciano sonrió con nostalgia. Cuando tenía 19 años, trabajé en la construcción de una mansión enorme. El dueño era un empresario exitoso. Un día llegó a supervisar la obra en un Lamborghini Kuntach color amarillo. Era el año 1978. Ese auto era algo que yo nunca había visto. Las líneas, el sonido del motor, la forma en que la gente volteaba a mirarlo.
Me quedé paralizado cuando lo vi. Don Miguel sacó de su mochila una fotografía vieja y maltratada. Se la mostró a Patricia. Era una imagen descolorida de un joven delgado, con overall de trabajo sucio, parado junto a un muro de ladrillos y al fondo, apenas visible, pero inconfundible, un Lamborghini amarillo estacionado. Tomé esta foto ese día. Le pedí a un compañero que me la sacara. El dueño del auto ni siquiera notó que estábamos ahí. Para élamos invisibles, solo mano de obra.
Pero yo me prometí algo ese día. Algún día yo tendría un auto así, tres autos así, uno para cada hijo que soñaba tener. Patricia sintió un nudo en la garganta. Don Miguel continuó. Pasaron los años. Me casé con Estela, una mujer maravillosa que trabajaba en una tienda de telas. Tuvimos tres hijos, dos varones y una niña. Yo seguía trabajando en construcción, pero no solo como empleado. Empecé a tomar proyectos pequeños por mi cuenta, arreglos de casas, ampliaciones.
Poco a poco fui construyendo una reputación. La gente decía que Miguel Salazar hace buen trabajo y no cobra de más. A los 35 años fundé mi propia empresa constructora. Empecé con dos empleados, luego cinco, luego 20. Los proyectos crecieron, casas completas, edificios de departamentos, centros comerciales. Trabajé como nunca en mi vida. Hubo noches que dormía 3 horas. Hubo semanas que no veía a mis hijos. Estela me decía que me calmara, que ya teníamos suficiente, pero yo quería más, no por ambición vacía, sino porque recordaba de dónde veníamos.
Patricia escuchaba absorta. Afuera, a través del vidrio polarizado, podía ver a Sebastián, Ricardo y Jorge conversando entre ellos. Probablemente seguían burlándose. Mis hijos crecieron, estudiaron en buenas escuelas, los tres fueron a la universidad, algo que yo nunca pude hacer. Mi empresa siguió creciendo. Hoy tengo 150 empleados. Construimos proyectos importantes, pero nunca olvidé aquella promesa que me hice. Don Miguel volvió a mirar la fotografía vieja. Durante todos estos años guardé esta imagen en mi billetera. La miraba cuando las cosas se ponían difíciles, cuando no había dinero para pagar nómina, cuando perdía licitaciones, cuando la economía estaba mal.
Esta foto me recordaba por qué seguía adelante. Hace 6 meses cumplí 69 años. Mis hijos organizaron una fiesta. Toda la familia estaba ahí. Mis nietos, sobrinos, amigos. Estela preparó mi comida favorita y en medio de la celebración me di cuenta de algo. He trabajado toda mi vida. He construido una empresa exitosa. He dado a mi familia una vida digna, pero nunca me he dado ese regalo que prometí hace 50 años. Patricia sintió que los ojos se le humedecían.
Don Miguel, su historia es increíble. El anciano asintió. Al día siguiente fui al banco, hablé con mi asesor financiero. Revisamos mis cuentas, inversiones, propiedades. Él me preguntó si estaba pensando en retirarme. Le dije que no completamente, pero que quería hacer algo especial, algo que había postergado demasiado tiempo. Me preguntó qué era. Le mostré esta fotografía y le dije, “Quiero comprar tres Lamborghini.” ¿Y qué le dijo él? Preguntó Patricia. Don Miguel sonríó. Se ríó igual que sus vendedores allá afuera.
Me preguntó si estaba bromeando. Le dije que nunca había hablado más en serio. Me mostró números. Me dijo que era una inversión poco práctica, que esos autos se deprecian, que el mantenimiento es costoso, que a mi edad debería pensar en cosas más sensatas. Le agradecí su consejo y le pedí que transfiriera el dinero necesario a una cuenta de fácil acceso. Patricia estaba genuinamente emocionada. Don Miguel, ¿puedo preguntarle algo? Por supuesto. ¿Por qué vino vestido así? Usted sabía que lo iban a juzgar.
Don Miguel miró sus bermudas floreadas y sus sandalias gastadas. Por eso mismo, durante 50 años usé overoles de trabajo, botas pesadas, ropa cubierta de polvo y cemento. La gente me juzgaba y asumía que era solo un trabajador más y tenían razón, pero nunca supieron que ese trabajador estaba construyendo algo más grande. Hoy soy exitoso. Tengo dinero. Podría haber venido en traje y corbata. Podría haber llamado antes para anunciar mi visita. Podría haber actuado como esos empresarios que me ignoraban cuando yo cargaba ladrillos.
Hizo una pausa significativa, pero quería ver si en este lugar trataban bien a las personas sin importar como se vean. Quería saber si sus vendedores tienen valores o solo ven signos de dinero. Y la respuesta fue clara. Patricia cerró los ojos un momento. Don Miguel, le debo una disculpa en nombre de esta empresa. No se preocupe, señorita Patricia. Usted llegó y cambió todo. Eso dice mucho de usted. Ahora dígame, ¿podemos proceder con la compra? Patricia sonríó. Absolutamente.
Será un honor personal ayudarlo. Y creo que hay algo más que usted debería saber. ¿Qué cosa? Lo que está a punto de pasar allá afuera cuando salgamos de esta sala. Patricia se puso de pie y caminó hacia el ventanal polarizado. Don Miguel la siguió. Desde ahí podían ver perfectamente a los tres vendedores en el piso principal. Sebastián gesticulaba exageradamente mientras hablaba. Ricardo se reía. Jorge revisaba su teléfono con una sonrisa arrogante. Mire, don Miguel, esos tres hombres representan todo lo que está mal en esta industria.
Sebastián lleva 3 años aquí. Vende bien porque es agresivo y persigue solo a clientes que lucen adinerados. Ricardo tiene 2 años. está desesperado por convertirse en gerente y haría cualquier cosa por destacar. Y Jorge, mi gerente actual, es brillante con números, pero pésimo con personas. Los tres tienen algo en común. Juzgan un libro por su portada. Don Miguel observaba en silencio. Patricia continuó. He recibido siete quejas formales en los últimos 6 meses. Clientes que vinieron y fueron tratados con desprecio porque no vestían lo suficientemente elegante.
Una mujer joven emprendedora que vendió su startup tecnológica por 3 millones. Llegó en jeans y zapatillas deportivas. Sebastián literalmente le dijo que esta no era una concesionaria para ella. Se fue y compró dos Lamborghini en la competencia. Perdimos una venta de 600,000 por arrogancia pura. ¿Y qué hizo usted al respecto? Preguntó don Miguel. Las de advertencias escritas a los tres. Les hice tomar un curso de atención al cliente. Hablé con ellos personalmente sobre empatía y profesionalismo. Pensé que habían aprendido la lección.
Patricia negó con la cabeza, pero hoy veo que nada cambió. Estaban a punto de perder la venta más grande del mes otra vez y esta vez no puedo ignorarlo. Don Miguel sintió curiosidad. ¿Qué va a hacer? Patricia lo miró directo a los ojos. Voy a darles una lección que nunca olvidarán y usted va a ser parte de ella si me lo permite. Don Miguel sonró. Dígame qué necesita que haga. Salieron de la sala VIP juntos. Patricia caminaba con autoridad.
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