Su hija desapareció en el baño de un centro comercial. Dos años después, mientras caminaba por una playa de California, la voz de un extraño la hizo detenerse.
La niña giró la cabeza bruscamente hacia el sonido. Un hombre alto estaba a pocos metros de distancia, con gafas de sol, aunque el sol casi se había puesto. Sostenía una toalla y un cubo pequeño.
El corazón de Emily se aceleró. “¿Dónde la encontraste?”, preguntó. “¡Es mi hija, Lily Brooks! ¡Desapareció hace dos años del centro comercial Santa Monica!”.
El hombre apretó la mandíbula. “Te equivocas”, dijo con firmeza. “Esta es mi hija, Sarah. La estás asustando”.
La niña —Sarah, como la llamaba— se quedó paralizada, con los ojos abiertos y las manos temblorosas.
Emily dio un pequeño paso al frente. “Cariño, soy yo”, dijo en voz baja. “Soy mamá”.
El hombre se movió rápido, protector. “¿Hay algún problema?”, espetó.
La voz de Emily se quebró. “Por favor, escucha, ¡es mía!”.
El hombre agarró la mano de la niña. “Nos vamos”.
Emily se abalanzó. “¡No! ¡No la toquen!”, gritó.
La gente que estaba cerca se giró para mirar. Alguien gritó, preguntando si todo estaba bien. El hombre empezó a jalar a la niña hacia el estacionamiento. Emily corrió tras ellos, pidiendo ayuda a gritos.
En cuestión de minutos, llegaron dos agentes de patrulla. Separaron a todos e intentaron calmar la situación.
Esperando la verdad
El hombre mostró su identificación: Daniel Cooper, residente de California. Dijo que el certificado de nacimiento de la niña estaba en su auto. Los agentes le dijeron a Emily que esperara mientras verificaban su historia.
Emily temblaba mientras veía a la niña aferrarse al brazo del hombre. Cuando un agente le preguntó su nombre con suavidad, la niña dudó. Miró al hombre y susurró: “Me llamo Sarah”.
Era la respuesta correcta. Pero Emily vio algo: un destello de miedo, una mirada que no correspondía con su voz.
Los agentes decidieron llevar a todos a la estación cercana. Emily los siguió en su propio auto, agarrando el volante hasta que le dolieron las manos.
Pasaron las horas. Finalmente, un detective regresó con el rostro indescifrable.
“Señora Brooks”, dijo en voz baja, “aún estamos confirmando, pero… hay una gran posibilidad de que sea su hija”.
La voz de Emily tembló. “¿Podría ser?”.
“Lo sabremos mañana”.
Esa noche, Emily se sentó bajo fuertes luces fluorescentes, incapaz de cerrar los ojos. La esperanza y el miedo luchaban en su pecho.
“Es ella”.
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