“Es un milagro que sigas con vida”, dijo el médico una mañana, poniendo una mano sobre su expediente. “Estuviste inconsciente tanto tiempo. Pensamos que no lo lograrías”. Michael sonrió débilmente. “Qué curioso”, dijo, “ellos tampoco creían que lo lograría”.
El médico levantó una ceja, confundido. “¿Tu familia?”
Michael apretó la mandíbula. «Me abandonaron. Creyeron que iba a morir. Apuesto a que están gastando lo que creían mío». El médico dudó un momento, sin saber cómo responder, pero Michael lo despidió. «No te preocupes, estoy acostumbrado a su tipo de amor», dijo con amargura, apartando la mirada. Las lágrimas se acumulaban en sus pestañas, amargos recordatorios del amor que nunca recibió, pero que siempre debió haber tenido.
Mientras Michael luchaba por rehacer su vida, las semanas transcurrían y las heridas emocionales parecían agravarse. Aunque su cuerpo sanaba lentamente, la traición de sus padres lo atormentaba, y la sensación de estar completamente solo en el mundo lo asfixiaba. Sin embargo, se produjo un cambio en su interior. Con cada día que pasaba, la ira y la tristeza se transformaban en determinación. Había sobrevivido, y ahora sabía qué debía hacer.
Un día, mientras caminaba por el pasillo del hospital, se topó con un hombre que le pareció familiar, pero que no recordaba de inmediato. El hombre lo miró fijamente, con expresión seria.
—Eres Michael, ¿no? —preguntó el hombre con voz profunda.
Michael lo miró más de cerca, tratando de recordar de dónde lo conocía.
—Sí, ¿quién eres? —respondió intentando aparentar calma, aunque presentía que algo importante estaba por suceder.
El hombre respiró profundamente antes de hablar.
Soy Charles, el hermano de tu madre. Tu madre me habló de ti antes de morir. Me pidió que, si alguna vez despertabas, fuera a buscarte. Tienes derecho a saber qué pasó realmente.
Michael se quedó en silencio, con los ojos abiertos al darse cuenta de la magnitud de lo que acababa de escuchar.
“Mi madre… ¿cómo?”
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