Si alguien hubiera insinuado que la vida de Alexander Harrington se vería trastocada por un chico con una camisa rota y un estetoscopio de plástico, se habría burlado y habría soltado un comentario sarcástico por si acaso. Sin embargo, así fue precisamente como empezó todo.
Alexander detestaba los parques, sobre todo los domingos. Detestaba este en particular: el ruido, el aroma azucarado de las palomitas de maíz en el aire, las caóticas bandadas de niños que corrían peligrosamente cerca de su silla de ruedas.
Su alegría, su energía, su libertad; todo lo irritaba. Se sentó solo bajo la amplia copa de un sicómoro, envuelto en un silencio que no provenía de la paz, sino del poder. Los de seguridad, educadamente, los habían apartado a todos veinte metros.
Habían pasado cinco años desde que un derrame cerebral lo había privado de movimiento. Su lado izquierdo estaba inutilizado, y el derecho no estaba lejos. Aún podía pensar, aún hablar y, sobre todo, aún juzgar. Y manejaba esa habilidad como el bisturí de un cirujano.
“¿Qué se supone que es esta tontería?”, se burló de un grupo de niños cercanos.
“¡Somos médicos!”, gorjeó una niña con coletas brillantes y un portapapeles de juguete. “¡Estamos salvando vidas!”.
“¿Salvando?”, replicó con frialdad. “Todos morimos tarde o temprano. Sobre todo si tratas a la gente tan mal como te vistes”.
La risa se apagó. Algunos niños se apartaron. Uno gimió. Pero un niño pequeño se mantuvo firme. Delgado, con la cabeza descubierta y una seriedad que no correspondía a su edad. Alrededor de su cuello colgaba un estetoscopio rojo de juguete, pero lo agarraba con la concentración de un profesional.
“¿Quieres curarte?”, preguntó el niño, mirando a Alexander a los ojos.
“¿Tú?”, Alexander rió entre dientes con amargura. “Los mejores hospitales del mundo no pueden ayudarme. ¿Crees que puedes por una galleta?”.
“No”, respondió el niño con serenidad. “Por un millón de dólares. Si te vas después de que te trate, pagas. Si no, nada.”
Alexander lo miró fijamente, curioso a pesar suyo. Había conocido a estafadores, fanáticos, lunáticos. Pero en este chico —Luke, como descubriría más tarde— había algo más. Una tranquila certeza. Una calma que no era propia de un niño.
“¿Y cómo planeas lograrlo exactamente?”
“Tienes que confiar en mí”, dijo Luke. “Esa es la regla. Déjame hacer mi ritual. No te burles. No lo interrumpas. Solo… confía.”
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