Esa noche, Alexander soñó con correr. Con echar a correr a toda velocidad, respirando con dificultad, pero sin ser perseguido por el dolor ni la parálisis. En cambio, una pequeña sombra lo seguía, siempre justo detrás, con cara de niño. Al despertar, la luz del sol se filtraba por las ventanas con una confianza ruda, como si supiera que hoy significaba algo. Y a diferencia del sueño, no hubo carrera. Solo diez pasos lentos y agonizantes de la cama a una silla. Cada centímetro era una batalla, pero real.
Todo su ser vibraba con el cambio. Ningún médico podía explicarlo. Las exploraciones no mostraron ninguna mejora drástica, y la lesión medular aún existía. Pero de alguna manera, su sistema nervioso había comenzado a reconstruirse. Un proceso tan raro que rozaba el mito. Lo llamaban neuroregeneración espontánea. Un milagro con otro nombre.
Alexander sabía que no era así.
Al día siguiente, regresó al parque. Sin séquito. Sin silla de ruedas. Solo un abrigo gris sencillo y un bastón. Se sentó en el mismo banco y esperó.
“¿Dónde está el niño?”, preguntó.