Tengo 60 años, y después de muchos meses sin vernos, decidí visitar a la familia de mi hijo.

Se me rompió el corazón.

Era como ver una copia exacta de mi propio pasado.

Más tarde esa noche, hablé tranquilamente con Carmen.

Rompió a llorar y me confesó la verdad: Javier la había convencido de dejar su trabajo, vender su pequeño negocio y convertirse en ama de casa, prometiéndole que él se encargaría de todo.

Pero la realidad era otra: todo recaía sobre ella.

Los niños, cocinar, limpiar, la casa entera; absolutamente todo recaía sobre sus hombros.

Y cuando se atrevía a protestar, la respuesta de Javier siempre era tajante:

“Eres ama de casa, es tu obligación. No te hagas la víctima”.

Me di cuenta con horror de que mi hijo repetía el mismo patrón que su padre: ese hombre que me había dejado sola durante años, cargando con todo el peso de la familia.

Y en ese momento, juré que no permitiría que la historia se repitiera.

Llegó el viernes. Cuando Javier despertó, descubrió que las cosas no eran como antes.

Y su primer grito fue:

—¡Carmen! ¡Niños! ¿Dónde están?

No obtuvo respuesta. Al entrar en el salón, me encontró allí, sentado en el sofá con los brazos cruzados. Sobre la mesa había un sobre grueso.

—¿Qué significa esto? —preguntó, frunciendo el ceño.

—Significa lo que nunca pensaste que pasaría —respondí con calma—. Un plan. Carmen se ha llevado sus cosas a casa de su hermana en Sevilla por unos días. Me he quedado para que por fin aprendas lo que significa ser padre y esposo.

El rostro de Javier palideció. Abrió el sobre y dentro encontró una lista detallada: horarios de comida, siestas, juegos, recetas fáciles de preparar. Todo lo que Carmen hacía día tras día mientras él lo ignoraba.

“¿Bromeas?”, estalló. “Tengo trabajo, amigos, no puedo con esto…”

“Exacto”, lo interrumpí. “Y Carmen también tenía trabajo, sueños, amigos. Lo dejó todo por tu familia. ¿Y cómo la recompensaste? Tratándola como a una sirvienta”.

Lo miré fijamente. En su expresión, reconocí a su padre, el hombre que me había dejado sola años atrás con todas las cargas. Dolía, pero sabía que era la única manera de romper el ciclo.

Ese día fue un infierno para Javier. Los niños no le dieron tregua: uno lloraba sin parar, el otro tiraba juguetes por todas partes. Su teléfono sonaba sin parar, sus amigos lo llamaban, pero estaba atrapado entre pañales, llanto y platos sucios.

 

 

 

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