Tengo casi sesenta años y estoy casada con un hombre treinta años más joven. Durante seis años, me ha llamado “esposita” y me ha traído agua todas las noches, hasta que una noche lo seguí a la cocina y descubrí un plan que nunca debí haber visto.

La habitación daba vueltas.
Seis años de calidez, cuidados y amor susurrado, y durante todo ese tiempo, me habían dado algo para mantenerme tranquila.

Esa noche, no bebí el agua. Esperé.

Ethan se acostó y vio que el vaso estaba intacto.

“¿Por qué no te lo bebiste?”, preguntó.

Sonreí levemente.

“No tengo sueño esta noche.”

Dudó, entrecerrando ligeramente los ojos.

“Te sentirás mejor si lo bebes. Créeme.”

Por primera vez, vi algo frío tras su expresión amable.

La verdad revelada
A la mañana siguiente, después de que se fuera a trabajar, revisé el cajón de la cocina. La botella seguía allí, medio llena, sin etiqueta.

Me temblaban las manos al meterla en una bolsa de plástico y llamar a mi abogado.

En una semana, había abierto una caja de seguridad, transferido mis ahorros y cambiado las cerraduras de mi casa de la playa.

Esa noche, senté a Ethan y le conté lo que había encontrado el médico.

Durante un largo rato, no dijo nada. Luego suspiró; no con culpa ni tristeza, sino como si hubiera arruinado algo que él cuidaba con esmero.

“No lo entiendes, Lillian”, dijo en voz baja. “Te preocupas demasiado, piensas demasiado. Solo quería que te relajaras… que dejaras de envejecer con el estrés.”

Sus palabras me pusieron los pelos de punta.

“¿Drogandome?”, pregunté. “¿Quitándome la libertad de elegir?”

Se encogió de hombros, como si no fuera nada grave.

Esa fue la última noche que durmió en mi casa.

 

 

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