Tengo casi sesenta años y estoy casada con un hombre treinta años menor que yo. Durante seis años, me ha llamado “esposita” y me ha traído agua todas las noches, hasta la noche en que lo seguí a la cocina y descubrí un plan que nunca debí haber visto.
Han pasado tres años. Tengo sesenta y dos.
Doy una pequeña clase de yoga para mujeres mayores de cincuenta; no por el rendimiento, sino por la fuerza, la paz y el respeto por sí mismas.
A veces mis alumnas me preguntan si todavía creo en el amor. Sonrío y les digo:
“Claro que sí.
Pero ahora lo sé: el amor no es lo que te dan, es lo que nunca te quitan”.
Y todas las noches, antes de acostarme, me preparo un vaso de agua tibia: miel, manzanilla y nada más.
Lo levanto hacia mi reflejo y susurro:
“Para la mujer que por fin despertó”.
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