Tenía 73 años cuando me mudé a la casa de mi hijo. Cada vez que se bañaba a las tres de la mañana, cuando echaba un vistazo por la puerta, casi me caía de espaldas ante la verdad.
Olivia se quedó en silencio, con lágrimas en los ojos. La abracé fuerte y le susurré: —No tengas miedo, cariño. Lo sé todo.
5. Un nuevo amanecer
En la residencia, por fin volvió la paz. Ni gritos, ni miedo; solo risas y una cálida compañía. Una tarde, me encontré con George, mi amigo de la infancia, a quien creía muerto.
—Nunca pensé que volvería a verte, Margaret —sonrió—. Quizá el destino aún nos deba una historia —dije riendo.
Me sentí bien al volver a reír.
6. Noticias de la ciudad
Meses después, Olivia me visitó con un ramo de rosas.
Mamá… se acabó. Dejé a Daniel. Ahora tengo una pequeña floristería: tranquila, sencilla, pero apacible.
La abracé. Estoy orgullosa de ti, querida. La verdadera felicidad no se da, se elige.
Mientras se marchaba, el atardecer tiñó el cielo de dorado. Lo observé por la ventana, sintiendo una calidez que me invadía el pecho.
A los setenta y tres años, por fin había encontrado la libertad, no en la riqueza ni en la comodidad, sino en la paz, la valentía y el suave ritmo de un corazón que había aprendido a amar de nuevo.
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