Todas las noches, mi hijastra pasaba más de una hora en la ducha. Una noche, oí que llamaban a la puerta y llamé inmediatamente a la policía…

En la estación, tras comprobar su identidad, Daniela habló con la mirada cansada pero firme:

“Por favor… déjenme decir la verdad. Pero les ruego, especialmente a usted, suegra, que me escuchen antes de juzgar”.

Todos asintieron. El silencio volvió a reinar en la sala.

Empezó con un nombre: Luis.

“Luis es… mi hermano menor. Pero nunca nos han reconocido públicamente como hermanos”.

Me quedé paralizada.

Daniela explicó: su madre trabajaba como empleada doméstica para una familia adinerada de San Luis Potosí. Cuando Daniela tenía cuatro años, su madre tuvo una aventura con su empleador, y así nació Luis. Cuando se descubrió la aventura, la despidieron. Regresaron a una ciudad lejana, sin nada. Luis creció sin padre, sin papeles y con poca educación.

“Ahora repara refrigeradores y aires acondicionados. Pero se endeudó con usureros. Lo amenazaron. Huyó a Ciudad de México, sin ningún lugar adónde ir. Yo era todo lo que le quedaba”. Una semana después de su boda, Luis la llamó desesperado.

“No podía alquilar. No podía dormir en la calle. Me rogó que lo dejara quedarse unos días.”

“Hice mal en no decírselo a mi suegra ni a Leonardo. Pero tenía miedo de que todo se malinterpretara… que todo se destruyera.”

Todas las noches, mientras yo dormía, Daniela dejaba entrar a Luis. Se escondía en el baño, no para lavarse, sino para dormir. Ella abría el grifo para hacer ruido. Luis usaba toallitas húmedas para limpiarse y dormía acurrucado detrás de la puerta, yéndose antes del amanecer.

¿El perfume? Solo para tapar el sudor. ¿El segundo cepillo de dientes y el desodorante? Ocultos, pero a veces olvidados. ¿La cámara? Vio la luz roja y la tapó con una toalla. ¿La voz masculina? Luis, llamando a un amigo para pedirle un préstamo.

El agente preguntó:

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