Todas las noches, sin falta, después de cenar, Daniela, mi nueva nuera, entraba al baño y se quedaba allí más de una hora. El sonido del agua corriendo era constante, y un olor extraño —un perfume que no reconocía— se filtraba tenuemente por debajo de la puerta. Al principio, simplemente me pareció raro. Luego me molestó. Y finalmente… empecé a sospechar.
Daniela llevaba casada con mi hijo poco menos de tres meses. Trabajaba como asistente de oficina: era educada, amable y siempre de voz suave. Mi hijo, Leonardo, era ingeniero civil y viajaba con frecuencia a obras en el extranjero. A veces pasaba una semana entera sin volver a casa.
Al principio, estaba muy contenta con ella. Cocinaba bien, se levantaba temprano para limpiar y siempre salía puntual del trabajo. Pero algo empezó a molestarme: todas las noches, Daniela pasaba un tiempo inusualmente largo en el baño. No eran 30 minutos, sino a menudo una hora o más.
Pensé que quizá era demasiado meticulosa. Las jóvenes se cuidan. Pero con el tiempo, empecé a notar cosas extrañas. Cuando salía, tenía el pelo mojado, pero no había vapor en el baño. Su ropa siempre parecía recién doblada, como si ya la hubieran lavado. Y lo más extraño: su perfume. No era el dulce aroma floral que usaba durante el día. Era un aroma más intenso… con un toque masculino.
Fue en ese momento cuando yo, doña Carmen, su suegra, comencé a tener serias sospechas.
A partir de esa noche, comencé a vigilarla de cerca. Anotaba la hora a la que llegaba a casa —casi siempre a las 8 p. m.— y volvía a mirarla a las 9 a. m., a veces a las 9:30 a. m. Siempre estaba dentro. Nunca cerraba con llave su habitación, solo el baño desde dentro.
Una noche, mientras limpiaba la sala, vi una toallita húmeda en la basura. No era la marca que usábamos. La recogí por curiosidad: era una toallita para hombre, con un fuerte aroma a menta.
Fue entonces cuando me invadió un mal presentimiento.
¿Viene un hombre a la casa? ¿O ya vive aquí?
No le dije a nadie. Leonardo estaba en construcción en Monterrey. No confiaba en los vecinos. Así que decidí actuar solo. Instalé una pequeña cámara oculta en una maceta afuera del baño, solo para ver qué hacía Daniela allí.
La noche siguiente, cuando llegó, abrí la transmisión de video en mi teléfono. Curiosamente, la imagen permaneció en blanco durante casi 40 minutos. La visión nocturna seguía activa, pero solo mostraba sombras tenues. Cuando Daniela se fue, la imagen volvió a la normalidad.
“¿Descubrió la cámara? ¿La escondió?”, me pregunté, ya profundamente alarmado.
Al día siguiente quité la cámara. Funcionó perfectamente.
Esa noche intenté algo diferente: me acerqué a la puerta del baño y escuché atentamente.
Como sospechaba, el agua no corría con fluidez. La oía abrir y cerrar el grifo de vez en cuando, como fingiendo. A veces oía susurros, como si hablara muy bajito, quizá por teléfono.
Y de repente acerqué mi oído y oí claramente una voz masculina:
“Sí, espera un momento. Voy a salir.”
Mi corazón casi se detiene.
¡Había un hombre en el baño!
Estábamos solo ella y yo en la casa… entonces ¿quién era esa voz?
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