Tras once años de matrimonio y cuatro hijos, el cariño de mi marido se había convertido en crueldad. Nunca perdía oportunidad para menospreciar mi apariencia, insistiendo en que me había “descuidado”. Una noche, llegó a casa, me miró con desprecio de pies a cabeza y anunció que se marchaba.

Tras once años de matrimonio y la crianza de cuatro hijos juntos, el amor de mi marido se había convertido en crueldad. Criticaba constantemente mi aspecto, alegando que me había “descuidado”. Una noche, llegó a casa, me miró con desprecio y anunció fríamente que se marchaba. “Todavía soy joven”, dijo con desprecio. “No puedo seguir atado a alguien con este aspecto”. Luego cogió una maleta y nos abandonó a mí y a nuestros hijos. Pero tan solo unos días después, el karma le dio un duro golpe: volvió a la puerta de nuestra casa, de rodillas, suplicando que volviéramos.

Nunca imaginé que once años de matrimonio pudieran desmoronarse en una sola noche, pero así fue. Todavía puedo oír el sonido de las ruedas de la maleta de David raspando el suelo de madera, resonando por la casa como una lenta y triste procesión. Nuestros cuatro hijos: Ethan, de 10 años; Chloe, de 8; Los gemelos Ava y Liam, de 5 años, ya estaban dormidos, felizmente inconscientes de que su padre estaba a punto de irse de sus vidas.

David se había distanciado cada vez más durante meses. Me miraba fijamente al reflejo, hacía comentarios mordaces sobre cómo me había “descuidado” desde que tuve hijos y me comparaba con naturalidad con mujeres más jóvenes que veía en la tienda o en la televisión. Yo solía restarle importancia, convenciéndome de que estaba estresado por el trabajo, o que tal vez simplemente no me esforzaba lo suficiente. Pero esa noche, su desprecio se hizo innegable.

Entró en la sala donde yo estaba doblando la ropa, con el rostro contraído por el asco. “Mírate, Emma”, dijo secamente. “No me casé con esta persona. Te has descuidado, y no puedo seguir fingiendo que soy feliz. Todavía soy joven. No voy a estar atrapada para siempre con… esto”. Me señaló con la mano como si no fuera más que un mueble viejo.

Me ardía la garganta con lágrimas contenidas, pero me negaba a dejar que me viera desmoronarme. “¿Así que ya está? Después de todo, después de cuatro hijos, ¿te vas?”

 

 

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