La razón estaba clara: sólo dos pasos detrás de él estaba Samantha Reed, su amante, vestida con un vestido rojo escarlata, con el rostro contorsionado por la ira, no hacia Michael, sino hacia Anna.
“No te atrevas a avergonzarnos aquí”, le susurró Michael a Anna, con voz baja pero llena de veneno.
Gritos ahogados resonaron entre la multitud. Nadie esperaba que el hombre que aparecía en revistas de moda y en la lista de Forbes se convirtiera en un monstruo a plena vista. Los ojos de Anna se llenaron de lágrimas, no solo por el dolor del golpe, sino por la traición que se había estado gestando durante meses.
Pero lo que Michael no sabía era que, entre la multitud, había un hombre que no era un simple espectador. Daniel Foster, vestido de guardia de seguridad de un centro comercial, observaba cada movimiento con los ojos entrecerrados. Había seguido discretamente a su yerno durante semanas, después de que llegaran a sus oídos rumores de la infidelidad y crueldad de Michael.
Daniel no era cualquiera. Era un empresario multimillonario, un hombre que había construido imperios pero prefería la humildad a la fama. Y, sobre todo, era el padre de Anna.
Cuando Michael golpeó a su hija, a Daniel le hirvió la sangre. Se había prometido no intervenir a menos que fuera absolutamente necesario, pero ver a Anna humillada, llevando a su nieto en su vientre, lo cambió todo.
Anna, temblando y agarrándose el vientre, miró al hombre uniformado y, por primera vez en semanas, sintió un atisbo de seguridad.
Ese no era un guardia cualquiera. Era su padre.
Michael intentó recuperar el control, mirando a Daniel con desdén.
—Aléjate de esto. Es un asunto familiar.
Pero Daniel se acercó más, con los ojos fríos.
—Cuando un hombre levanta la mano contra mi hija —y mi nieto por nacer— se convierte en asunto mío.
Los labios de Daniel se apretaron.
—Lo sabía todo. Tu amante. Tus salidas nocturnas. Tus mentiras. Esperaba que mi hija se equivocara, que tal vez cambiaras de opinión. Pero hoy le mostraste al mundo quién eres de verdad.
Samantha se removió incómoda al darse cuenta de que la dinámica de poder había cambiado. Michael ya no tenía el control.
Y para Michael Harris, el hombre que creía dueño del mundo, esto fue sólo el comienzo de su caída.
Dos semanas después, Anna yacía en una cama de hospital, acunando a su recién nacido. La luz del sol entraba a raudales por la ventana, suavizando con su calor las paredes estériles.
A su lado estaba Daniel, con ojos tiernos mientras acariciaba la pequeña mano de su nieta.
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