
Un millonario encuentra a su exesposa negra en un restaurante, con trillizos que se parecen a él.
Y la dejó ir.
Ahora.
Dentro del café, los niños estaban ocupados garabateando en servilletas con crayones. Nia se inclinó sobre la pequeña —su hija— y con cuidado le colocó un crayón detrás de la oreja. Darius sintió una punzada en el pecho. La niña era la viva imagen de Nia a esa edad. Lo sabía, porque una vez había atesorado cada foto, cada recuerdo, cada palabra que ella había compartido.
Entró. Una campanilla sobre la puerta sonó suavemente.
En cuanto Nia lo vio, palideció.
“Darius”, susurró.
Su voz lo golpeó como una ola. Los niños dejaron de dibujar. La niña entrecerró los ojos: desconfiada, protectora, valiente. El mayor de los niños ladeó la cabeza, como si intentara identificar el rostro que se parecía al suyo.
“No esperaba verte aquí”, dijo Nia, poniéndose de pie.
“No esperaba encontrar esto”, respondió Darius. “Trillizos. Y… a ti”.
Ella no parpadeó.
“No los estaba escondiendo”.
“¿No?” Se le quebró la voz. “¿Entonces cómo se llama desaparecer durante seis años con mis hijos?”
El café quedó en silencio a su alrededor. Nia lo condujo hacia una mesa auxiliar, con una mirada feroz pero serena.
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