Sus dedos se curvaron ligeramente. Edward notó una ligera tensión en su brazo, como si el músculo recordara su existencia. Entonces regresó un tenue murmullo musical, no del dispositivo de Rosa, sino del propio Noah. Las mejores ofertas de auriculares.
Un zumbido apenas audible. Desafinado. Débil.
Pero una melodía. Edward se tambaleó hacia atrás. Su hijo tarareaba.
No dijo una palabra más en todo el día. Ni a Rosa, ni a Noah.
Ni al personal silencioso que notó un cambio. Se encerró en su oficina durante horas, revisando las grabaciones de seguridad de antes, intentando confirmar que no era una alucinación. La imagen permaneció en su memoria.
Rosa caminaba de un lado a otro. Noah observaba. No estaba enojado.
No era feliz. Lo que sentía le era desconocido. Una perturbación en la calma que se había convertido en su realidad.
Algo entre pérdida y anhelo. Un destello, quizás. ¿Esperanza? No.
Todavía no. La esperanza era peligrosa. Pero algo, sin duda, se había roto.
Un silencio roto. No por ruido, sino por movimiento. Algo vivo.
Esa noche, Edward no se sirvió su bebida habitual. No respondió correos electrónicos. Se sentó solo en la oscuridad, escuchando no la música, sino su ausencia, repasando mentalmente lo único que creía no volver a ver. Las mejores ofertas de auriculares.
Su hijo en movimiento. A la mañana siguiente, habría preguntas, repercusiones, explicaciones. Pero nada de eso importaba cuando todo comenzó.
Un regreso inesperado. Una canción inesperada. Un baile no apto para un niño paralítico.
Y, sin embargo, eso fue lo que sucedió. Edward había entrado en su sala esperando silencio, pero se encontró con un vals. Rosa, la criada a la que apenas había notado hasta entonces, sostenía la mano de Noah, que giraba, y Noah, impasible, silencioso e inaccesible, observaba.
No a través de la ventana, no al vacío. La observaba. Edward no llamó a Rosa inmediatamente.
Esperó a que el personal se dispersara y la casa volviera a su orden anterior. Pero cuando la llamó a su estudio esa tarde, su mirada no era de enojo —todavía no—, sino más fría. Transmitía control.
Rosa entró sin dudarlo, con la barbilla ligeramente levantada, sin desafío, pero preparada. Lo estaba esperando. Edward estaba sentado detrás de un elegante escritorio de nogal, con las manos entrelazadas.
Le hizo un gesto para que se sentara. Ella se negó. «Explícame qué estabas haciendo», dijo en voz baja y vacilante.
Sin perder palabra, Rosa juntó las manos delante del delantal y lo miró directamente a los ojos. «Estaba bailando», dijo simplemente.
Edward apretó los dientes. «¿Con mi hijo?». Rosa asintió. Sí.
El silencio que siguió fue áspero. «¿Por qué?», preguntó finalmente, casi como si escupiera la palabra. Rosa no se inmutó.
“Porque vi algo en él. Un destello. Puse una canción.”
Sus dedos temblaron. Llevaba el ritmo, así que me moví con él. Edward se puso de pie.
“No eres terapeuta, Rosa. No tienes formación. No toques a mi hijo.” Su respuesta fue inmediata, firme, pero sin faltarle al respeto.
“Nadie más lo toca tampoco. Ni con alegría ni con confianza.” “No lo obligué.”
La seguí. Edward paseaba; algo en su calma lo desconcertaba más que su desafío. “Podrías haber deshecho meses de terapia.”
“Años”, murmuró. “Hay una estructura, un protocolo.” Rosa no dijo nada. Se giró hacia ella, alzando la voz.
“¿Sabes cuánto pago por su atención, lo que dicen sus especialistas?”, dijo Rosa finalmente, más despacio esta vez. “Sí, y sin embargo no ven lo que yo vi hoy.” Decidió continuar, con la mirada, con la mente, no porque se lo dijeran, sino porque quería.
Edward sintió que sus defensas se desmoronaban, no en señal de aprobación, sino de confusión. Nada de esto era su fórmula habitual. “¿Crees que una sonrisa basta? ¿Que la música y los trucos de magia resuelven el trauma?” » Rosa no respondió. Las mejores ofertas en auriculares.
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