Un soldado regresa de su despliegue y descubre que su pequeña hija cuida sola de su hermanito. Su fiel perro se ha convertido en su protector, mientras que la madrastra desapareció hace mucho tiempo con su amante.

La fresca brisa otoñal de Virginia traía consigo el olor a hojas quemadas cuando el Sargento Daniel Hayes por fin bajó del autobús.
Su uniforme, antes brillante, estaba descolorido, sus botas estaban desgastadas por la arena de Afganistán. Tras casi dos años fuera, contaba cada día hasta poder volver con su familia. Pero al llegar a su pequeña casa en la calle Oakwood, la imagen que lo recibió no fue la cálida bienvenida que había soñado. Fue algo que le encogió el pecho.

El jardín estaba cubierto de maleza, el buzón repleto de papeles amarillentos. En el porche estaba sentada su hija de nueve años, Emily, abrazada a su hermano de cuatro, Joshua. Frente a ellos estaba su pastor alemán, Max, con el pelo erizado como si los protegiera.

“¿Papá?”, la voz de Emily temblaba mientras corría hacia adelante, con lágrimas en sus mejillas polvorientas. Joshua la siguió, lanzándose a los brazos de Daniel. Daniel dejó caer su bolsa de lona y los abrazó a ambos, pero sus ojos buscaron a su esposa, Rachel, tras ellos.

“¿Dónde está mamá?”, preguntó en voz baja.

Emily dudó un momento y susurró: “Se fue, papá. Se fue… hace mucho tiempo”.

 

 

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