Las semanas se transformaron en meses. Poco a poco, la estabilidad regresó. Las mañanas comenzaron con desayunos compartidos, las tardes con tareas y paseos con Max. Emily sonrió más; Joshua volvió a reír. Los vecinos notaron el cambio, ofreciéndoles comida, ropa y compañía. Por primera vez desde que regresó a casa, Daniel se sintió apoyado.
Una tarde, Rachel regresó. Salió del mismo coche negro, vestida con ropa de marca. El hombre ya no estaba.
Emily se quedó paralizada. Joshua se escondió detrás de Max, quien gruñó suavemente.
La sonrisa de Rachel vaciló. “Danny… Ya estoy en casa. Cometí un error”.
La voz de Daniel era baja pero firme. “¿Un error? Los abandonaste. Emily se convirtió en su madre mientras tú desaparecías”.
“No estaba contenta”, dijo, entre lágrimas. “Pero quiero arreglar las cosas”.
La voz de Emily cortó el aire. «Ya no te necesitamos, mamá. Ahora papá nos cuida».
Rachel se derrumbó, pero Daniel no se movió. “No puedes volver cuando te convenga”, dijo, cerrando la puerta con cuidado.
Dentro, Emily se apoyó en él, Joshua abrazó a Max y, por primera vez en años, Daniel sintió paz. Aún habría dificultades, pero lo peor ya había pasado.
Esa noche, arropó a sus hijos y murmuró: «Ahora somos una familia. Nadie volverá a quebrarnos».
Max yacía junto a ellos, vigilante y leal.
Y en esa tranquila casa de Virginia, Daniel Hayes comprendió que aunque había regresado de una guerra, otra lo esperaba, pero ésta la ganaría, por la única misión que importaba: sus hijos.