El salón quedó en silencio. Angela frunció el ceño, confundida.
“La verdad es”, continuó Malick, “que he estado viviendo disfrazado. La barba, la ropa, incluso la cojera; todo era una actuación. Necesitaba saber si alguien podía amarme por quien soy, no por lo que tengo. Durante los últimos diez años, he sido millonario”.
Las exclamaciones se extendieron por el salón. Angela se quedó boquiabierta. No lo sabía.
“Conocí a Angela, y a ella no le importaba el dinero ni las apariencias. Me vio”, dijo Malick, con la voz quebrada por la emoción. “Por eso la amo”.
Entonces, con un chasquido de dedos, el salón se transformó con cortinas doradas, candelabros de cristal y flores por doquier. Los asistentes llevaron a Angela a otra habitación y la vistieron con un vestido brillante digno de la realeza. Cuando regresó, atónita, Malick la acompañó con un traje impecable, tomándole la mano.
“Angela”, murmuró, “me amabas cuando no tenía nada. Ahora quiero darte todo”.
Los invitados, antes presumidos y burlones, ahora se arrepentían. Lo habían juzgado mal. Comprendieron que el verdadero valor no residía en la riqueza ni en las apariencias. Estaba en el corazón.
Esa noche, mientras Angela y Malick bailaban bajo luces brillantes, los susurros se desvanecieron. Solo quedó el silencio, el asombro y la innegable verdad del amor que había vencido al juicio.
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