El estruendo de un motor Ferrari carmesí quebró la tranquilidad de la calle suburbana. Los curiosos observaban el opulento vehículo pasar a toda velocidad, con el delantal blanco de la criada ondeando dramáticamente mientras aferraba el volante, con las manos aún enfundadas en guantes de limpieza amarillos.
Una niña dormía en el asiento del copiloto, con el rostro pálido apoyado en el cinturón de seguridad. Jasmine Clarke, empleada doméstica del influyente magnate inmobiliario Charles Davenport, nunca había conducido un vehículo más lujoso que el anticuado Toyota de su prima. Al ver a Emily Davenport, de doce años, caída en su habitación, respirando con dificultad e inconsciente, tuvo poco tiempo para reflexionar. Su teléfono no tenía señal. La ambulancia más cercana tardaría al menos veinte minutos en llegar. En la entrada se encontraba el único vehículo capaz de transportar a Emily al hospital en menos de cinco minutos: el Ferrari. Le temblaban las manos al coger las llaves de la encimera de la cocina. Cada segundo le parecía una ofensa, pero la respiración entrecortada de Emily dictaba su decisión. Jasmine aseguró a la niña en el asiento del copiloto y esperó que recordara lo suficiente de su curso de conducción de años atrás. Robots de limpieza domésticos. Mientras aceleraba por la carretera principal, sonaban las bocinas mientras el tráfico maniobraba para evitar su impredecible conducción. El corazón de Jasmine se aceleró. Si dañaba el coche, perdería algo más que su empleo: podría enfrentarse a la cárcel. Sin embargo, si no se esforzaba, la supervivencia de Emily podría verse comprometida. Al acercarse el hospital, Jasmine murmuró entre lágrimas: «Aguanta, pequeña». No me abandones. Al detenerse bruscamente en la entrada de urgencias, los médicos salieron corriendo. Jasmine levantó a Emily en brazos y exclamó:“¡No está respirando bien!” “¡Por favor, ayúdenla!” En cuestión de segundos, la chica desapareció en urgencias. Jasmine se dejó caer en la acera, con el delantal manchado de sudor y lágrimas, mientras el motor del Ferrari funcionaba al ralentí. Apenas hizo caso omiso de las miradas atónitas de los presentes: acababa de ponerlo todo en peligro. Sin que ella lo supiera, Charles Davenport había sido notificado de la salida no autorizada de su Ferrari de la urbanización. A su llegada al hospital, rebosante de ira, estaba dispuesto a contactar con las autoridades. Sin embargo, la visión que tenía ante sí lo cambiaría todo. Charles Davenport entró en el vestíbulo del hospital con fervor; su elegante traje llamaba tanto la atención como la ira que se reflejaba en su rostro. “¿Dónde está?”, le gritó a la recepcionista. “¡Mi criada me robó mi Ferrari!”. Robots de limpieza domésticos. Antes de que la mujer pudiera responder, la mirada de Charles se fijó en Jasmine, que estaba desplomada en una silla, con los guantes aún puestos y el rostro marcado por las lágrimas. “Tú”, espetó, avanzando hacia ella. “¿Eres consciente de tus actos?” El valor de ese coche supera la totalidad de tu existencia. Jasmine lo miró, fatigada pero resuelta. “Me es indiferente tu automóvil”, declaró con voz ronca. Emily no podía respirar. Necesitaba traerla aquí.
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