Una Presencia Silenciosa…

“Déjala”, susurró con voz temblorosa. “Está bien”.

Nadie se atrevió a contradecirla. La escena era demasiado sagrada, demasiado inexplicable. Los minutos se estiraron en una eternidad. La luz de la luna se filtraba por la ventana, bañando la sala en un resplandor fantasmal que hacía que todo pareciera un sueño. De repente, Camila soltó un suspiro largo y profundo. La mano de su padre, lentamente, se deslizó de su espalda y volvió a su posición original, sobre su pecho.

Camila abrió los ojos. Miró a su alrededor, como si despertara de un sueño muy largo. Su mirada se encontró con la de su mamá, que la miraba con desesperación. Camila se levantó del ataúd, con la ayuda de su abuela, y se dirigió a su madre. Le dio un abrazo tan fuerte que la mamá sintió un escalofrío. En ese abrazo no había el peso del duelo, sino una paz y una tranquilidad que le llenaron el corazón.

“Está bien, mami”, susurró Camila al oído de su madre. “Papá se fue a dormir, pero me dijo que no me preocupara, que siempre estará conmigo”.

Y después de decir eso, por fin, lloró. Lloró con todo el dolor y la tristeza que había estado guardando durante horas. Lloró por la pérdida, por el amor, por el adiós. Y su mamá la abrazó fuerte, sin soltarla, mientras todos los demás en la habitación sintieron cómo el aire se volvía un poco más ligero, como si un peso invisible se hubiera levantado de sus hombros. La despedida, por fin, había llegado.

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