Dicen que la vejez es cuando finalmente empiezas a vivir para ti mismo, después de años de criar hijos, nietos y cumplir con las expectativas de la sociedad. Nunca pensé que a los 65, una edad que muchos llaman el ocaso de la vida, sentiría el corazón acelerado y me tambalearía como una chica enamorada.
Me llamo Sofía, soy maestra de preparatoria jubilada. Perdí a mi esposo, Ramiro, por cáncer hace cinco años. Era un hombre devoto, y tras su fallecimiento, imaginé un futuro tranquilo: libros, té y alguna que otra reunión de ancianos.
Pero el destino me sorprendió con Andrés, un joven de 25 años, cuarenta años más joven.
Lo inscribí en una clase de arte en Guadalajara. Destacó entre los mayores: mirada amable, sonrisa alegre, siempre dispuesto a ayudar. Un día lluvioso, cuando mi moto se averió, me llevó a casa. A partir de entonces, nuestras conversaciones se profundizaron.
A menudo bromeaba: «Eres la mujer más guapa de aquí». Me reí. Hasta que una noche me dijo:
“Sé lo que dirá la gente, pero te quiero, Sofía”.
Me resistí. ¿Cómo iba a funcionar esto? Pero él era paciente, me llamaba a diario, me enseñaba apps, me ayudaba con desconocidos. Poco a poco, mi soledad se disipó y lo dejé entrar. Mis hijos notaron mi luz, aunque nunca les conté nuestra relación.
Un día, me dijo: “Quiero que conozcas a mi mamá en Tepic”.
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