Incluso los matrimonios más sólidos no son inmunes a los conflictos, y una noche mi esposo y yo tuvimos una discusión que me afectó más de lo habitual.
Rara vez discutíamos, pero esa noche nuestras palabras se sintieron pesadas, persistiendo mucho después de que cesaran los gritos. A la mañana siguiente, cuando se fue a trabajar, me senté sola en silencio, repasándolo todo y preguntándome qué había salido tan mal.
Fue entonces cuando mis ojos se posaron en el pequeño diario que siempre guardaba en su mesita de noche. Mi conciencia me gritaba que lo dejara cerrado, pero mi necesidad de comprender era mayor que mi vacilación. Lo abrí sin darme cuenta de lo mucho que cambiaría mi forma de verlo.
Las primeras entradas me hicieron sonreír. Había escrito sobre nuestros primeros años: su alegría, sus esperanzas, los sueños que aún albergaba para nosotros. Pero a medida que pasaba las páginas, sentía una opresión en el pecho. Sus palabras se volvían más oscuras, llenas de una angustia silenciosa.
Una y otra vez, escribió sobre el dolor de perder a su padre, el peso de un dolor que no podía expresar y la ansiedad que lo perseguía a diario. Nada de esto iba dirigido a mí, pero la crudeza de sus escritos revelaba un sufrimiento que yo había ignorado en el hombre que siempre intentaba parecer inquebrantable.
Una oleada de culpa me invadió.
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