Llevábamos 3 años de casados, el amor seguía siendo intenso, cuando de repente un día mi esposo, con semblante serio, dijo:
—“Quiero dormir solo por un tiempo…”
Me quedé paralizada. Para una mujer, escuchar eso es como un rayo en mitad del cielo. Lloré, me enojé, incluso me opuse con todas mis fuerzas, pero él se mantuvo firme. Al final, impotente, tuve que aceptar.
Pero dentro de mí las dudas hervían. Me preguntaba: “¿Tendrá otra mujer afuera? ¿Será que ya siente rechazo por mí?” Las sospechas me carcomían día y noche, me quitaban el sueño y el apetito.
Una noche, aprovechando que mi esposo no estaba en casa, me atreví a contratar a un obrero para que hiciera un agujerito, del tamaño de un dedo pulgar, en la esquina de la pared de su dormitorio.
La noche siguiente, con el corazón latiendo fuerte, me acerqué y pegué el ojo al agujero. Temblaba de pies a cabeza.