Salí del Hilton en el centro de Chicago; el resplandor del neón teñía mi rostro cansado de pálidos colores. La ciudad seguía bulliciosa —bocinazos de coches, risas resonando en los bares cercanos—, pero en mi interior, todo estaba en silencio.
El Sr. Grant, mi jefe, acababa de irse, dejándome con una blusa de trabajo arrugada y un pecho hundido y pesado.
Mi teléfono vibró en el bolso.
Lo saqué. Una notificación parpadeó en la pantalla: 6.000 dólares depositados. Una suma tan grande que me aceleró el pulso.
Pero no sentí alivio.
Me llamo Emily Carter, tengo 28 años. Soy una simple asistente de oficina que vive en un pequeño apartamento a las afueras de Chicago. Pero desde hace un tiempo, mi vida ha sido todo menos normal.
Mi esposo, Jake, quien fuera un talentoso ingeniero mecánico, quedó paralizado del cuello para abajo tras un accidente de coche hace dos años. Desde entonces, lo he sido todo para él: su enfermera, su cuidadora, su proveedora. Alimentarlo, bañarlo, cambiarlo. Todos los días. Como una cáscara de mujer, agotada.
Pero esta noche… crucé una línea que pensé que nunca cruzaría.
Esa mañana, el Sr. Grant me llamó a su oficina.
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