La siguiente sección

Un chico se acercó a nuestra mesa de motociclistas y preguntó:

“¿Puedes castigar a mi padrastro por mí?”.
Todo el sonido en la sala se detuvo. Quince veteranos vestidos de cuero se quedaron paralizados, mirando a un niño pequeño con una camiseta de dinosaurio que acababa de pedir un asesinato como si pidiera salsa extra con tacos.

Su madre seguía en el baño, sin saber que su hijo se había acercado a la mesa más intimidante del Sanborns de la Calzada de Tlalpan, ni que estaba a punto de revelar algo que cambiaría nuestras vidas para siempre.

“Por favor”, murmuró el chico, firme pero en voz baja. “Tengo ciento veinte pesos”.

Sacó billetes arrugados de su bolsillo y los puso sobre la mesa entre tazas de café y enchiladas a medio terminar.

Sus pequeñas manos temblaban, pero sus ojos… estaban terriblemente serios.

“El Gran Miguel”, nuestro presidente del club y abuelo de cuatro hijos, se inclinó para mirarlo a la altura de los ojos.

“¿Cómo te llamas, campeón?” “Emilio”, gritó, mirando ansioso hacia el baño. “Viene mamá. ¿Me ayudas o no?”

“Emilio, ¿por qué quieres que lastimemos a tu padrastro?”, preguntó Miguel en voz baja.

El chico se bajó el cuello de la camisa. Unas marcas oscuras le rodeaban la garganta.

“Me alertó que si se lo contaba a alguien, lastimaría más a mamá. Pero ustedes son moteros. Son fuertes. Pueden detenerlo.”

Fue entonces cuando vimos lo que no habíamos visto: su andar irregular cuando entró antes.
La férula en su muñeca. El moretón descolorido y mal disimulado en su mandíbula.

“¿Y tu verdadero papá?”, preguntó “Bones”, nuestro sargento de armas.

“Falleció. En un accidente de coche cuando yo tenía tres años”, dijo Emilio, con la mirada fija en la puerta del baño.

“Por favor, viene mamá. ¿Sí o no?”

Antes de que nadie respondiera, salió una mujer. Atractiva, de unos treinta y tantos, pero moviéndose con cuidado, como si ocultara un dolor.

Vio a Emilio en nuestra mesa, con el rostro lleno de pánico.

“¡Emilio! Disculpe, le molesta…”, se acercó corriendo.

“No es molestia, señora”, dijo Miguel, levantándose lentamente. “Tiene un hijo excepcional”.

Agarró la mano de Emilio. Vi el maquillaje corrido que no disimulaba los moretones, iguales a los de su hijo.

“Tenemos que irnos. Ven, cariño”.

“De hecho”, dijo Miguel con voz serena, “¿por qué no te sientas con nosotros? Estábamos a punto de pedir el postre. Nosotros invitamos”.

Abrió los ojos de par en par, alarmada.

 

 

 

ver continúa en la página siguiente

Leave a Comment