El día que Sarah se fue, el cielo estaba gris con una ligera llovizna.
James Carter acababa de servir cereal en cinco tazones desiguales cuando ella apareció en la puerta con una maleta.
“No aguanto más esto”, susurró con la voz quebrada.
“¿Más de qué?”
Señaló hacia el pasillo, donde resonaban las risas de los niños. “Los pañales, el caos, la rutina interminable. Siento que me ahogo”.
“Son tus hijos, Sarah”.
“Lo sé”, dijo, parpadeando rápidamente. “Pero no quiero esta vida. Quiero volver a respirar”.
La puerta se cerró tras ella con una firmeza que destrozó la casa. Cinco caritas se asomaron por la esquina.
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