Nunca pensé que el día que mi hija se hiciera millonaria, me miraría como si no fuera más que una carga. Estaba de pie frente a su reluciente nueva mansión, lloviendo a cántaros, con el rímel corriéndome las mejillas. La tormenta no me derrumbó.
Su voz sí.
“¡Nunca verás ni un céntimo de mi dinero, vieja bruja!”
Un momento después, mi maleta golpeó el cemento con un golpe sordo. La que había recogido con tanto cuidado esa mañana, creyendo tontamente que la riqueza finalmente nos uniría. En cambio, se abrió de golpe en su impecable entrada, desparramando mi ropa doblada por el suelo. Mi cepillo de dientes rodó hasta la cuneta, como si supiera que ya no tenía cabida allí.
No se movió. Ni siquiera se inmutó. Detrás de ella, su nuevo novio hizo una mueca, con los brazos cruzados. Era apenas mayor que su hijo mayor. La mansión aún olía a pintura fresca; el cartel de “Vendido” aún no se había quitado.
No grité. No rogué. Simplemente me quedé bajo la lluvia, dejando que me empapara el pelo canoso. Menos mal que sus hijos no estaban allí para ver cómo echaban a su abuela como basura.
“Eres un parásito”, espetó. “Trabajé duro para esto. No te voy a mantener”.
¿Trabajar duro? Me quedé boquiabierta. Yo fui quien le pagó el alquiler durante años, quien crio a sus hijos mientras ella saltaba de un trabajo a otro, quien le ofreció mi jubilación para que pudiera “empezar de cero” una y otra vez. Pero no dije nada. Todavía no.
Recogí mis cosas del suelo mojado, con las manos temblando, no de debilidad, sino de rabia y frío. Pensó que me iría a rastras, avergonzada. No sabía que había cometido un error. Un pequeño error, pero uno que le costaría todo.
Continua en la siguiente pagina