Una mujer llegó a mi salón de belleza llorando.
La boda de su hijo era en unas horas y solo tenía 12 dólares.
“No quiero avergonzarlo con mi apariencia”, susurró con voz temblorosa.
Podía sentir el dolor en sus ojos; no solo por su apariencia, sino por sentirse insuficiente en un día tan importante.
La senté con cuidado y le aseguré que hoy se sentiría hermosa.
La peiné, la maquillé con esmero y le di el look elegante que se merecía.
Solo con fines ilustrativos.
Cuando intentó entregarme los billetes arrugados, sonreí y le dije: “Este corre por mi cuenta”.
Me abrazó fuerte antes de irse, con lágrimas de gratitud rodando por su rostro.
Al día siguiente, llegué al salón como siempre, lista para otro día de trabajo.
Cuando abrí la puerta, me quedé paralizada. Había un hermoso ramo de flores en mi mostrador con una pequeña tarjeta.
Lo abrí y me quedé maravillada. Era del hijo de la mujer, agradeciéndome por hacer sentir tan especial a su madre.
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