Volvió a su habitación sin hacer ruido.
A la mañana siguiente, cuando Diego salió a trabajar,
Marisol fue a la farmacia, compró una pomada suave y toallas limpias,
y tocó la puerta de doña Teresa.

—Mamá, déjeme ayudarla —dijo con voz temblorosa—.
Desde hoy, yo le pondré la pomada,
para que Diego pueda descansar.

Doña Teresa la miró en silencio,
los ojos llenos de lágrimas.
Luego asintió despacio.
—Gracias, hija… gracias.

Esa noche, por primera vez en tres años,
Diego durmió toda la noche al lado de Marisol.
Le tomó la mano con fuerza y murmuró:
—Gracias por entenderme.

Ella sonrió entre lágrimas.
—Perdóname por no haberte entendido antes.

Él la abrazó.
Y en ese momento, el pequeño dormitorio se llenó de paz.
Marisol comprendió que la felicidad no siempre está en ser amada sin medida,
sino en entender y compartir el peso silencioso del amor verdadero.