Las discusiones se hicieron más frecuentes. Odiaba ajustarse a un presupuesto y despreciaba nuestra vida humilde.
“Esto no es lo que quería”, dijo.
Como si la hubiera engañado. Como si el amor tuviera que pagar las cuentas.
“Sabías quién era yo cuando te casaste conmigo”, le recordé durante una discusión particularmente amarga.
—Quizás ese fue el error —respondió con frialdad—. Pensé que ya estarías más.
Al día siguiente, regresé temprano del trabajo con flores para sorprenderla. La casa estaba en silencio.
La maleta y todas sus cosas habían desaparecido.
En la cuna encontré una nota:
Quiero el divorcio. Lo siento, pero nuestro matrimonio fue un error. Dejé a Alma con la Sra. Martínez en el quinto piso. Quédate con ella.
La llamé cien veces al celular. No contestó. Fui a la mansión de sus padres, desesperado, con los ojos bien abiertos.
El guardia de seguridad no me dejó entrar.
“No es bienvenido aquí, señor”, dijo casi con simpatía.
—Por favor, sólo necesito hablar con Lucía —supliqué.
“Señor, tiene que irse.”
Dos días después, recibí los papeles del divorcio. Lucía había renunciado a la patria potestad sobre Alma. Los abogados de su padre lo gestionaron todo con una eficiencia brutal.
Luego llegó el golpe final.
Seis meses después de que ella se fue, llamé a la casa de sus padres por última vez.
—Está muerta —me dijo su madre con voz monótona—. Lucía tuvo un accidente de coche. No vuelvas a llamar. No significabas nada para ella.
Ella colgó.
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